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Tribuna:
Tribuna
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Sobre Inquisición y lectura: fin de un debate.

El profesor Domínguez Ortiz ha considerado necesario escribir, con el título de Réplica amistosa, un segundo artículo sobre mi libro Los orígenes de la Inquisición (EL PAÍS, 15 de marzo de 2000). Es obvio que se trata de una respuesta a mi refutación de su crítica en un artículo anterior (EL PAÍS, 16 de julio de 1999). Ni la amistad ni la hostilidad deben condicionar la discusión honrada de los temas históricos; nuestra única norma debe ser la búsqueda de la verdad. Por eso me sorprendió el adjetivo "amistosa", que no he visto nunca utilizado en este tipo de discusiones. Leído el artículo, quedé igualmente sorprendido por el sustantivo "réplica", que supuestamente resumiría su contenido. Pues el profesor Domínguez Ortiz no responde a mis argumentos contra lo que consideré como una tergiversación de mis ideas, ni siquiera alude a ellos. En su lugar presenta una serie de argumentos nuevos con los que intenta invalidar mi tesis, atribuyéndome una vez más, directa o indirectamente, ideas que nunca he expresado ni pensado.Naturalmente, esto me obliga de nuevo a poner las cosas en claro, aunque de la manera más breve posible. Tocaré sólo algunos puntos básicos.

Evidentemente, Domínguez Ortiz se resiste a reconocer una equivocación por muy patente que sea. Sin mencionar mis pruebas contra su errónea acusación de que yo compare las acciones anticonversas de la Inquisición con la exterminación nazi de los judíos, ahora intenta "explicar" y justificar esa acusación, con lo cual, de hecho, la repite: "Es cierto que Netanyahu no compara explícitamente la Inquisición española con el Holocausto hitleriano, pero al sugerir (no concretar ni demostrar) que sus víctimas fueron decenas de miles se aproxima bastante, teniendo en cuenta que el campo en el que operaron los nazis era incomparablemente mayor y más poblado que el de la Inquisición española". En el contexto de Domínguez Ortiz se sobrentiende, por supuesto, que al hablar de "víctimas" se refiere a los conversos condenados por la Inquisición a la hoguera o a otros géneros de muerte. Ahora bien, en ninguno de mis escritos he dicho yo que los conversos condenados a muerte por la Inquisición española se elevasen a decenas de miles. Ni he calculado nunca el número de los relajados por el Santo Oficio ni siquiera me he ocupado del tema. Sólo al tratar del número de conversos mencioné algunos testimonios de cifras sobre las víctimas de la Inquisición, como el de Bernáldez (700 en Sevilla en ocho años), el de la Inquisición misma (1.000 para Sevilla en 32 años) y uno de un autor anónimo (4.000 en el arzobispado de Sevilla en 40 años, o sea, hasta 1520).

Es bien conocido que a partir de 1520 el número de conversos quemados por la Inquisición se redujo mucho, y si yo hubiera afirmado que durante toda la historia de la Inquisición ese número se aproximaba por lo menos a dos decenas de miles, sin duda mi cálculo hubiera sido excesivo. Pero, como he dicho, yo nunca he afirmado tal cosa. Y si lo hubiera hecho -por cerrar todas las espitas de la discusión-, ¿admitiría ese cálculo la comparación más remota con el Holocausto, si hacemos lo que Domínguez Ortiz sugiere, o sea, tomar en consideración la magnitud de la operación nazi y el tamaño de la población afectada? El Holocausto destruyó, ¡en cinco años y medio!, el 90% de la población judía sujeta a los nazis, mientras en la Inquisición habría muerto en tres siglos y medio -es decir, en doce generaciones- el 3,3% de la población conversa, según mi cálculo de su número, y el 6,6%, según el de Domínguez Ortiz. Me es imposible comprender cómo ha equiparado el Holocausto nazi con el número de víctimas de la Inquisición, aunque piense -por razones incomprensibles para mí- que yo haya mantenido la exagerada cifra de las decenas de miles de víctimas.

En conexión con lo anterior, nuestro crítico me atribuye el haber clasificado a la Inquisición española como "la peor de todas" las organizaciones de persecución de su especie. Domínguez Ortiz es un escritor cuidadoso que sabe escoger sus palabras, pero en este caso no ha hecho bien su elección. Con el término "la peor", el lector puede entender la "Inquisición más cruel y tiránica" (recordando las cualidades que lord Acton atribuyó a todos los tribunales de ese tipo), o la institución que infligió el mayor perjuicio, dolor y sufrimiento en los sujetos de su castigo. En realidad, yo creo que la Inquisición del Languedoc causó mayor daño a los albigenses, o la de los Países Bajos a los holandeses, que la Inquisición española a los conversos. Sin embargo, en mis obras me he abstenido de tales comparaciones y no he utilizado el término "la peor" para calificar a la Inquisición española. Lo que yo intentaba era notar su peculiar carácter, que a mi juicio consistió en atacar una herejía ficticia, mientras todas o casi todas las otras inquisiciones lucharon contra movimientos verdaderamente "heréticos" en algún sentido; es decir, desde el punto de vista católico. Hablando en general, no sabría lo que es peor: si causar menor daño a base de acusaciones falsas o un daño mayor a base de acusaciones verdaderas, especialmente cuando las unas y las otras son para nosotros absolutamente injustificables.

Es "lógico", dice Domínguez Ortiz, que, pasadas varias generaciones desde la conversión, "una minoría apreciable" de los judeoconversos "permaneciera fiel a la antigua creencia". Por "minoría apreciable" entiende un cuarto, un quinto e incluso un sexto (¡!) del grupo converso. "En esto también están de acuerdo todos o casi todos los autores, incluso historiadores judíos de prestigio como Baer y Albert Sicroff". No sé de dónde haya podido sacar nuestro crítico estas extrañas estadísticas, pero claramente no está familiarizado con el estado de los estudios judaicos. Albert Sicroff, judío, es un profesor de literatura española y autor de un libro bien conocido sobre La limpieza de sangre, pero no es un historiador de temas judíos. El título de "historiador judío de prestigio" le compete plenamente al difunto profesor Baer, pero él nunca dijo que sólo "una minoría" de conversos permaneció fiel al judaísmo, mientras su inmensa mayoría se había hecho cristiana. Hace 37 años, cuando yo llegué a esta conclusión por mis estudios de los responsa rabínicos, yo sabía que la convicción vigente entre los estudiosos judíos era la de Baer, contraria a la mía: a saber, que "la mayoría de los conversos eran judíos". Ésta era también la postura de los estudiosos españoles, con aisladas aunque notables excepciones (Américo Castro y F.Márquez Villanueva). Desde entonces la situación ha cambiado de manera considerable, pero creo que todavía está lejos de lo que nuestro crítico indica. En todo caso, Domínguez Ortiz se funda en la

"lógica" y en "la opinión de los estudiosos". Por supuesto, éstos son factores dignos de todo respeto, si se conforman con fuentes fiables o al menos no contradicen la información aportada por fuentes indiscutibles. Sin embargo, la afirmación de Domínguez Ortiz no sólo carece de pruebas documentales, sino que está en conflicto con muchas de las fuentes presentadas en mis libros Los marranos españoles y Los orígenes de la Inquisición.

Pero debo detenerme algo más en la observación del profesor Domínguez Ortiz para entender adónde apunta. Me critica por haber sostenido, según él dice, que "la práctica totalidad de los judeoconversos españoles eran buenos cristianos" en el momento en que se funda la Inquisición. Para ser exactos, yo he presentado a los judíos todavía leales a los intereses de su pueblo en aquel momento como una minoría tan débil que no nos obliga a modificar nuestra visión global del grupo converso. Y desde el punto de vista de su influencia eran una minoría demasiado insignificante como para presentar ningún tipo de peligro al cristianismo de España o de los cristianos nuevos (Los orígenes, páginas 845-846). Los presento como las últimas bocanadas de un judaísmo moribundo en el marginado grupo converso, y que, por tanto, no podían constituir un motivo auténtico para el establecimiento de la Inquisición.

Domínguez Ortiz intenta invalidar esta conclusión. Convencido de que la Inquisición se fundó solamente por razones religiosas, necesita sostener que los judaizantes eran todavía una "minoría apreciable" (no menos de un sexto), activa e influyente, y lo que es más, que significaban una amenaza para la pureza cristiana de España. Ahora bien, para afirmar esto da de mano a las fuentes que pintan a los conversos en términos generales como un grupo cristianizado desde mediados del siglo XV (!). Da de mano igualmente la visión de los rabinos españoles hacia 1480, que los definían como apóstatas o gentiles, o el júbilo con el que saludaron los judíos españoles las quemas de los conversos por parte de la Inquisición. Esa enorme exultación sólo se explica si los judíos miraban a los conversos como renegados, y si quedaban entre ellos tan pocos judaizantes que apenas se podía señalar alguno entre los condenados a la hoguera. Esa actitud hubiera sido imposible si los judaizantes hubieran constituido "una apreciable minoría". Sin duda, algunos se hubieran encontrado entre las víctimas, y el júbilo de los judíos se habría teñido de dolor ante el trágico destino de mártires fieles que arriesgaban -y perdían- su vida por la fe.

Domínguez Ortiz, que no puede contradecir estas fuentes, presenta una teoría propia: los rabinos juzgaron de manera "negativa" a los judaizantes porque no los consideraban suficientemente ortodoxos. "Veían las cosas en blanco y negro: 'No son buenos judíos, luego son cristianos". La última proposición la incluye entre comillas dando la impresión de que se trata de una cita; debo, pues, notar que en toda la literatura rabínica no se encuentra cláusula semejante y, por tanto, la teoría mencionada de Domínguez Ortiz carece de todo fundamento documental. De hecho, los rabinos no trataron a los conversos como jueces ortodoxos rígidos, sino de manera liberal y auténticamente tolerante. Comprendían el dilema del converso al tener que llevar una doble vida, y con frecuencia supusieron que cuando violaba la ley judaica, no violaba sus preceptos voluntariamente, sino por algún miedo que sólo el afectado conocía. Es más, precisamente la idea de los rabinos según la cual el converso forzado seguía siendo judío se funda en esa perpetua presunción. Fue solamente cuando percibieron el cambio de actitud de los conversos hacia el judaísmo y el cristianismo, su desprecio del primero y apego al segundo, y especialmente la manera de educar a sus hijos, cuando los rabinos cambiaron de postura. Y, sin embargo, mientras encontraron individuos o grupos fieles en su corazón a la "antigua fe", los trataron con fraternal afecto.

Olvidando todos estos hechos, Domínguez Ortiz declara que el testimonio rabínico, inválido en su opinión, es "el único argumento" que puedo esgrimir contra su idea de la "apreciable minoría conversa". Pero esta idea es igualmente errónea y me lleva a pensar, aunque me es sensible decirlo, que Domínguez Ortiz no ha leído mi libro con atención, o sólo ha leído algunas secciones. Creo haber demostrado con toda claridad que los testimonios rabínicos concuerdan plenamente con lo escrito sobre los cristianos nuevos por conversos tan eminentes como el cardenal Torquemada y Fernán Díaz de Toledo (Los orígenes, páginas 370- 371, 396-397) y con testimonios de muy distinguidos cristianos viejos, como Lope de Barrientos y Alonso Díaz de Montalvo (ibídem, páginas 557-558, 565-566). Saltando también sobre estos documentos, Domínguez Ortiz puede pasar a sostener que la Inquisición española fue creada, como un antídoto contra los judaizantes, por los reyes, que, según sus palabras, "sentían responsabilidad ante Dios de conservar y regir su Iglesia".

Esto le lleva a Domínguez Ortiz a descalificar la razón principal que nosotros le atribuimos al rey Fernando para establecer la Inquisición. No fue el poderoso movimiento anticonverso cuyos violentos estallidos, susceptibles de soliviantar de nuevo el reino, los Reyes Católicos querían impedir a toda costa. Él sostiene que ellos no temían nada ni a nadie. He aquí su prueba: al acercarse los reyes a Sevilla, dice Bernáldez, "salieron fuyendo de ella más de dos mil alborotadores y delincuentes". En nuestra opinión, Fernando sabía distinguir entre los elementos criminales, que siempre constituyen minoría, y un movimiento de masa alimentado por el odio y el celo, y arropado en doctrinas que lo justificaban. Era un hombre de Estado que sabía valorar el pasado y prever los entresijos del futuro. Y se dio cuenta de que tenía que mostrar algún respeto a ese movimiento si quería mantenerlo amansado y sujeto. Así lo adoptó no sólo la Inquisición, sino también el partido insurgente que aceptaba algunos de sus eslóganes (ibídem, página 225): ¿cómo explicar su increíble afirmación de que los conversos judíos aceptaron el cristianismo "sin fuerza ni premia"; es decir, voluntariamente? (ibídem, página 918).

La última frase de la "amistosa réplica" de Domínguez Ortiz expresa un sentimiento recomendable. "Nada me agradaría más", dice, "que llegar a un acuerdo sobre los puntos discutidos". Sólo me resta añadir que podemos acercarnos e incluso llegar a ese blanco si el profesor Domínguez Ortiz decide prestar atención al amplio repertorio de fuentes que había estado suprimido y olvidado durante mucho tiempo, y que yo he desenterrado en mis Orígenes de la Inquisición.

Benzion Netanyahu es profesor emérito en la Cornell University.

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