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Democracia y globalización.

No hace mucho tiempo que la transición española de la dictadura a la democracia despertó el interés y la envidia de políticos en distintas partes del mundo. En la década de 1980, los latinoamericanos se pusieron a estudiar las condiciones, características y experiencias de la transición, mientras que en el decenio siguiente les tocó el turno a los países del desmembrado bloque del este europeo. El objetivo final, la ansiada democracia, lo tenían en común todos estos países, pero la transición a la española resultó imposible de imitar, en gran parte debido a que en España la transición a la democracia se dio como una consecuencia política lógica de transformaciones socioeconómicas que habían tenido lugar en el periodo 1960-1975. La industrialización y el despegue del sector terciario fueron factores determinantes en España, en tanto que los países latinoamericanos, así como los ex integrantes del bloque del Este, más bien habían conocido un proceso opuesto: el desmoronamiento del aparato productivo.Hoy, a diez años de la caída del muro de Berlín y a raíz de la globalización, la democracia se encuentra de nuevo en peligro, y se discute si la globalización económica está minando las bases de la democracia de la nación-Estado. Las relaciones de poder globalizadas quitan relevancia a las instituciones nacionales de la democracia parlamentaria y representativa. A partir de la década de 1980, la desregulación de los mercados financieros y la privatización a gran escala de servicios estatales han perjudicado los esfuerzos por la estabilidad social y la distribución equitativa de los recursos, siendo las consecuencias la desigualdad, la desintegración y el descontento a nivel social. La eficacia y el crecimiento económico constituyen ahora el rasero por el que se mide todo en esta era de la globalización, y en el afán por la ganancia, las fronteras nacionales no son más que obstáculos a superar.

La posmodernidad ha creado problemas cuya solución es difícil de encontrar si no es mediante la cooperación internacional. Esto es así en varios campos: desde las crisis financieras hasta el calentamiento global de la Tierra, pasando por la delincuencia internacional, las epidemias y la corrupción internacionalizada. La sociedad de la información y de la comunicación internacionalizan culturas, ideas, modas y modos de consumo, mientras que instituciones transnacionales como la ONU, la OTAN, la OMC, la UE y otras se encargan de establecer normas y reglas de juego en un marco cada vez más globalizado. Todo esto son tendencias que van en el sentido de la globalización, en claro detrimento de la soberanía nacional.

Las consecuencias de estas transformaciones son dramáticas para la democracia que, en cualquiera de sus variantes, tiene la nación-Estado como marco de referencia. Cuando las decisiones se toman a un nivel internacionalizado, alejadas de las bases sociales, la participación ciudadana necesariamente disminuye y a la vez se acentúa la desconfianza con respecto a los dirigentes políticos. Es patente en este caso el desfase entre los sistemas establecidos de toma de decisiones políticas y los nuevos órganos políticos transnacionales, cuya actuación tiene cada día más efectos en la vida de las naciones y de los individuos. Los problemas aquí mencionados no son recientes: las antiguas formaciones estatales de la Unión Soviética y de Yugoslavia tuvieron características transnacionales y, cuando se rompieron, dieron lugar a rivalidades y guerras ya no tanto nacionales como étnicas. Las ansias democráticas de estos grupos se vieron frustradas por problemas de origen muy antiguo.

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El siglo XX fue, en gran parte, el siglo de las naciones-Estado, y al entrar en el siglo XXI existen en el mundo alrededor de 200 unidades de este tipo. Sin embargo, después de la IIGuerra Mundial (1939-1945) se asistió al despegue de la colaboración internacional para tratar de evitar conflictos bélicos y se echaron los cimientos de un edificio jurídico de cooperación destinada a crear una legislación universal de derechos humanos y de coexistencia pacífica, legislación que en más de una ocasión entraba en conflicto con leyes nacionales. Y desde la década de 1920 hubo una tendencia, que se fue acentuando a lo largo de la centuria, a la actuación transnacional de las grandes empresas, que de esta manera se encontraban muchas veces en un vacío jurídico, pudiendo proceder más o menos a su antojo y en función de la lógica de la mayor ganancia económica. Instituciones financieras como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial se han arrogado, sin lugar a dudas, prerrogativas políticas al imponer sus condiciones (planes de estabilización) para conceder préstamos, restringiendo de esta manera las opciones democráticas de los pueblos en materia de política económica y social.

Es para remediar esta situación de real anarquía jurídica y económica que algunos, como el ilustre filósofo alemán Jürgen Habermas, han comenzado a discutir la posibilidad de una democracia política transnacional. En la fase inicial en la que se encuentra actualmente el debate, éste se basa en conceptos que se han mostrado útiles y funcionales en la nación-Estado, aunque una eventual democracia transnacional muy posiblemente necesitaría estructuras nuevas para servir realmente a un demos, grupo humano definido por su unidad política.

Por ahora, las instituciones transnacionales -por ejemplo, la Unión Europea- carecen de infraestructura política capaz de fomentar el diálogo transnacional a través de un espacio público o de organizaciones realmente representativas de los deseos e intereses populares. El conflicto actual de la UE con el nuevo Gobierno de Austria no es más que un anuncio de los problemas que podrán surgir. Los problemas se podrían multiplicar debido a que las identidades son varias y los problemas de un Estado plurilingüe se agravarían para constituir una auténtica torre de Babel en una democracia transnacional. Por eso, y a pesar de la existencia de Internet, sería muy de temer que la implementación de principios de la democracia representativa a un nivel transnacional o global no hiciera más que aumentar la distancia entre la élite y la base.

A lo largo de las últimas dos décadas, mucho poder ha sido transferido al capital financiero, convirtiendo a bancos, inversores, especuladores e instituciones financieras en reales actores políticos. Y aquí es donde actualmente reside el gran dilema democrático: si a los inversores no les agrada la política de un país retiran lisa y llanamente las inversiones, ocasionando así una fuerte presión política y minando la democracia. Existe ahora una relación desproporcionada entre la democracia nacional y las estructuras transnacionales, que es donde se toman cada vez más decisiones. El control democrático disminuye y los programas de bienestar social se ven gravemente deteriorados. Se puede uno preguntar si éste no es el objetivo mismo de la globalización económica, sobre todo teniendo en cuenta la lógica de ganancia del capital.

En esta época de globalización hace falta, más que nunca, una discusión sobre las fronteras entre democracia y dictadura, fronteras que se hacen borrosas por los dictados del capital globalizado.

Johannes Nymark es profesor de español de la universidad noruega de Ciencias Económicas y Empresariales y autor de Historia de España y de Hispanoamérica.

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