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Veintidós vagones

Estamos aislados por tierra y aire merced a la refinada organización de las compañías aéreas y de ferrocarriles, que hacen lo que pueden para convertir en una azarosa aventura dejar nuestra ciudad, siquiera por unas minivacaciones. Los ciudadanos, que cuentan las semanas, los días, las horas para transitar por los reiterados puentes laborales, encuentran innumerables dificultades si el éxodo se emprende por otro medio que el del automóvil particular. Éste paga la espeluznante cuota de las víctimas en la carretera, problema excluido del presente comentario. Quienes maquinan utilizar la vía aérea se maravillan con estupefacientes declaraciones de algún cerebro de AENA, que descarga la responsabilidad del overbooking en la manía de adquirir los billetes con antelación, olvidando el viejo precepto de la supervivencia de los más fuertes, y van al mostrador de facturaciones sin la suficiente antelación para no quedarse en tierra. Es un premio a la diligencia y una penalización de la pereza y la vana creencia de que es suficiente presentarse con 60 minutos de precedencia. La firmeza de un contrato de viaje no entra en la nómina de las cosas seguras.Vamos al ferrocaril, cuya eficacia parece torpedeada desde dentro, con el relato de la aventura vivida en un día de la pasada Semana Santa. Renfe, con buen olfato, oferta el servicio de billetes por teléfono y el envío personal a domicilio, con una modesta sobretasa de 550 pesetas para el mensajero. A fin de que esta modalidad sea decisiva, puentean a las agencias de viajes, cuyos ordenadores están muy a menudo bloqueados y sirven estos boletos con desgana. Recurramos al ejemplo práctico. Igual que varios millares de madrileños, elegí la cañada que lleva al luminoso Levante para una estancia de cuatro días al sol, huyendo de los rigores invernales de nuestra primavera.

Primera peculiaridad: si escoge usted un Talgo y le conviene tomarlo en la estación de Atocha, aprenderá que alguno procede de Santander y termina en Alicante, lo que puede llevar a la engañosa convicción de que es un tren de largo recorrido -unos 900 kilómetros-, y eso no se corresponde con la realidad. Ha de buscarlo en los andenes de cercanías. En su billete, tres letras (CER) lo advierten, aunque crípticamente, adjudicando al viajero suficiente cultura ferroviaria para interpretarlas. Es el triunfo de la experiencia sobre la lógica. Otra circunstancia es el secreto que impera sobre la constitución del convoy que los agentes del Cesid deberían imitar. Ni los servicios de información o cualquier empleado son capaces de orientarnos, siquiera aproximadamente, acerca del lugar que ocupa nuestro vagón.

Aquel 18 de abril, martes santo, el tren lo formaban 22 unidades. Calculando una longitud aproximada de 30 metros por cada doble unidad, la distancia entre la locomotora y lo que antes fue furgón de cola es de 330 metros. Acarreaba una bolsa más pesada de lo necesario y parece inexorable que guarde relación con la plaza más alejada. Como es sabido por el usuario, en Atocha han dejado de existir -o viven disimuladamente- los antiguos mozos de cuerda, y en ese recinto de cercanías tampoco hay carritos.

Tal como sucede fatalmente, mi plaza estaba en el departamento de cabeza, después de la cafetería y antes de la locomotora. Accedí al tren cuando se puso en marcha -es un apeadero a estos efectos- y realicé parte del recorrido a través de los vagones, haciendo un bien trecho del viaje por los pasillos, sorteando bultos y maletas, que no caben en las redecillas ni en el ridículo espacio al afecto en uno de los extremos. Se le supone al viajero una impedimenta ultraligera y despreocupada.

Si el enfado, la disnea y la angustia no han ensombrecido nuestro ánimo, podemos echar una ojeada a la paralela autovía, por donde las familias corren hacia el descanso, esquivando el choque frontal con los que se saltan la mediana. El campo verdea proclamando que acaba de conocer las lluvias.

Llegamos a la estación término con 58 minutos de retraso. En Alicante, para obtener un carrito es preciso salir del recinto, y uno se pregunta por el deplorable estado mental de los encargados de organizar estas cosas.

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