La educación desconcertada
Una vez pasadas las elecciones, en cuyo periodo preparatorio se oían de vez en cuando algunas generosas vaguedades sobre el asunto, la educación ha vuelto a su prestigioso y secundario lugar habitual. El informe Bricall y las protestas estudiantiles que ha suscitado puede que atraigan cierta atención sobre nuestras insuficiencias universitarias pero el nivel escolar -que, por cierto, tanto tiene que ver con dichas insuficiencias- sigue sin despertar mayor apasionamiento en los debates públicos. Sólo el penoso tema de la asignatura de religión agita de tanto en cuanto las aguas estancadas de la charca... En las abundantes cábalas que ayer mismo se cruzaban acerca de quién ocupará tal o cual ministerio en el Gobierno, la cartera de Educación no fue precisamente la que mayor curiosidad suscitó. Incluso se hablaba de suprimirla sin mayores pérdidas, precisamente este año en que se cumplen cien de su creación; otros seguramente preferirían reducir un despacho tan ocioso a una página web con información de becas. La escuela pública es un ídolo respetado en apariencia a quien algunos ingenuos todavía rezan para evitar nuevos Ejidos pero al cual está mal visto ofrecer cualquier sacrificio efectivo. Y así vamos.Para matar el rato mientras la ciudadanía se despereza he leído El fin de la educación (ed. Eumo Octaedro), el último libro de Neil Postman, subtitulado 'Una nueva definición del valor de la escuela'. Postman preside el Departamento de Cultura y Comunicación de la Universidad de Nueva York y estudia cuestiones pedagógicas con saludable irreverencia. A finales de los sesenta publicó El fin de la infancia, temprano y lúcido diagnóstico del impacto de la televisión en la mutación misteriosa de lo que antes se entendía por "niño". También es autor de La enseñanza como actividad crítica, y de una disección perspicaz de la oratoria política posmoderna titulada Divertirse hasta morir: discurso público en la era del show-business. En El fin de la educación escribe también con su habitual desenvoltura de francotirador, que a veces provoca más de lo que ilumina y en otras muchas ocasiones logra juntamente ambos objetivos. Aunque se centra en la situación escolar de Estados Unidos, pienso que las líneas principales de su planteamiento pueden ser igualmente relevantes en nuestros pagos: vean si no.
Para comenzar, Postman constata que al hablar de la educación escolar la mayoría de los debates giran en torno a los medios adecuados para llevarla a cabo -diseños curriculares, instrumentos audiovisuales, financiación...- en detrimento de los fines que pretenden obtenerse. Nos preocupamos -¡si es que nos preocupamos...!- por el cómo, olvidando el por qué o dando por sentado que todos lo conocemos y compartimos. Pero quizá lo que falta realmente es un por qué inteligible y común a partir del cual propiciar las vías de realización. Y recuerda Postman aquel dicho célebre de Nietzsche (que también es el eje de la obra que el psicoanalista Víctor Frankl dedicó a El sentido de la vida, pero que no resulta menos aplicable a la educación): "El que tiene un por qué para vivir puede soportar casi cualquier cómo". Podíamos complementarlo diciendo que, en el caso de la educación, lo que nos falta fundamentalmente para conseguir el cómo es el impulso que nos daría comprender el por qué.
Y no es que falten abogados a favor de la causa educativa. Pero no siempre los más vehementes y escuchados son los más acertados. Muchos recomiendan la educación como el mejor camino para alcanzar el bienestar económico del individuo y aumentar la riqueza de la comunidad. Sin embargo este planteamiento por un lado promete demasiado y por otro resulta esencialmente reductor. Como señala desmitificadoramente Postman, "existe escasa evidencia (mejor dicho, ninguna) de que la productividad de una nación esté relacionada con la calidad de su sistema educativo". El propio caso de Estados Unidos, cuya potencia económica es mucho más indudable que el acierto de su sistema de enseñanza, puede servir como ejemplo. En lo tocante al nivel personal, la evidencia de esta propaganda es aún menos convincente: si de lo que se trata es de enriquecerse, cualquier joven algo espabilado sabe que la vía Jesús Gil presenta mejores perspectivas que la vía Severo Ochoa. Sin duda una persona bien educada está también capacitada para un buen puesto de trabajo, pero semejante disposición marginal es sólo una parte de lo que obtiene en la escuela y ni podría conseguirse si fuera perseguida exclusivamente, con olvido de otros aprendizajes laboralmente no rentables: "La competencia específica tan sólo puede llegar a través de una competencia más genérica, lo cual equivale a afirmar que la competencia económica es sólo un subproducto de la buena educación. Toda educación que se centre principalmente en la utilidad económica, resultará demasiado limitada como para ser de utilidad". La persona bien educada aprende a ser de un modo más completo y fructífero, no sólo a hacer tal o cual actividad convenientemente remunerada. No puede haber mayor perversión de los objetivos escolares que supeditarlos a las circunstanciales exigencias del mercado ni convertir la educación a éstas en el principal (y aun único) baremo para recomendar el empeño educativo.
A otros despistados, entusiastas de la onda cibernética, les interesa mucho la educación -que consideran "un arma cargada de futuro", como diría el poeta-, pero la escuela les parere un atraso injustificable. Profetizan poniendo los ojos en blanco que mañana ningún niño tendrá que desplazarse al aula, lugar incómodo y aburrido: cada cual en su casa, a través del ordenador, conectará con los profesores y recibirá toda la información interactiva requerida para aprender álgebra o geografía. Será el propio alumno quien decida el momento y la duración del estudio, en lugar de someterse a un horario estereotipado y a una disciplina uniformadora semicarcelaria contra cuyos males ya nos previno Foucault. En fin, que la revolución educativa del siglo XXI comienza con Internet... Bueno, pues ni Postman ni yo nos creemos semejantes pamplinas. El primer aprendizaje escolar es el de convivir en grupo bajo ciertas normas dignas de respeto con diversos semejantes nuestros con los que no nos une ningún lazo de parentesco, salvo la humanidad. Esta lección es más importante que ninguna otra de las que se reciben en el aula. E insustituible: ni por padres experimentadores que presentan objeción de conciencia contra la escolarización obligatoria de sus hijos ni mucho menos por la magia de Internet. Como dice Postman, "aun cuando las nuevas tecnologías pudieran constituir una solución para el aprendizaje de 'materias', actuarían en contra del aprenclizaje de lo que conocemos como 'valores sociales', incluyendo la comprensión de los procesos democráticos". Los niños no sólo quieren aprender noticias sobre las cosas sino también aprender a vivir: los maestros -cuando realmente lo son- no sólo les instruyen sino que también responden a sus demandas de apoyo o compañía en la confusión y resisten a sus necesarios impulsos de rebelión, posibilitándolos y encauzándolos de
forma no destructiva. Ningún aparato enseña a convivir como un ser libre entre conciudadanos, y ciertamente no será Internet lo que resuelva el problema escolar que tienen esos tres niños gitanos -el mayor de ellos de ocho años- rechazados en un centro concertado de Burtzeña (Vizcaya), tras antes serlo en un centro público de Zuazo, por manifestaciones de belicosos padres que temen su potencial conflictivo. Por cierto, aunque Internet no sirva para educar a los hijos, ¿no podría ser utilizado para desasnar un poquito a los papás?
Rara avis en su pais, Neil Postman cree en la educación pública. Y ve el primer obstáculo contra ella en los efectos disgregadores del llamado multiculturalismo: "La idea de educación pública depende por completo de la existencia de narrativas compartidas, así como de la exclusión de narrativas que conduzcan a la alienación y la división. Lo que hace que las escuelas públicas sean públicas no es tanto que las escuelas tengan objetivos comunes como que los tengan sus alumnos. La razón para ello estriba en que la educación pública no sirve a un público, sino que lo crea". A tal objetivo, por cierto, debería atender ese Ministerio de Educación que algunos hablan de suprimir en aras de facilitar la disposición ideológica a la disgregación. Porque "tal vez una educación que inculque una preocupación casi exclusiva por el grupo propio tenga algún valor, pero será sin duda hostil a la idea de una educación pública y al desarrollo de una cultura común". ¿Cultura común? Pero ¿dónde queda entonces la sacrosanta diversidad? Pues, según Postman, en cualquier sitio menos en el adoctrinamiento multicultural o nacionalista: "Promover la comprensión de la diversidad es, en realidad, lo opuesto a promover el orgullo étnico. Mientras que éste nos pide que dirijamos nuestra atención hacia el interior, hacia los talentos y logros del propio grupo, la diversidad nos pide que nos volquemos hacia el exterior, hacia los talentos y logros de todos los grupos. La diversidad constituye la historia que nos relata cómo nuestras interacciones con muchas c1ases de personas nos convierten en lo que somos". No puede sostenerse la educación pública si no logra vertebrarse por medio de alguna narrativa compartida en la que se inscriba la pluralidad (sólo es plural lo que permanece unido). Y sin educación pública puede haber liberalismo económico pero no democracia realmente participativa. De modo que vuelve a ser hora de hablar de los fines de la educación... antes de las próximas elecciones.
Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.