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Palomitas

De chaval adoraba el olor a palomitas. Ese aroma a maíz tostado era el que perfumaba el cine que los americanos de la Base de Torrejón de Ardoz disfrutaban en exclusiva donde hoy se ubica la sala Juan de Austria, en la calle de Príncipe de Vergara. Llegaban aquellos negrazos de dos metros en sus aparatosos haigas y compraban grandes bolsones de papel rebosantes de kotufas recién reventadas. En nuestros cines no había entonces tostadoras de maíz y lo que comíamos eran pipas, muchas pipas. Tantas que alfombrábamos de cáscaras el patio de butacas durante esas sesiones dobles en que nos metíamos una película de romanos tras otra de vaqueros directamente en vena.El consumo masivo de semillas de girasol estaba incorporado a la cultura del espectador hasta el punto de que a nadie se le ocurría protestar por el crujido de fondo durante la proyección por mucho que recordara a la banda sonora de Cuando ruge la marabunta. Pasaron los años, los yanquis se fueron de Torrejón y los palomitones invadieron los cines hasta convertirse en un elemento indispensable en el paisaje de los vestíbulos.

Con su incorporación no sólo fueron sustituyendo los lípidos de las pipas por el almidón del maíz en los hábitos alimenticios del espectador medio; también hicieron los propietarios de las salas un negocio redondo. Para empezar, se ahorraron un pico en limpieza porque las palomitas no hay que pelarlas y los únicos restos que han de retirar para dejar aseado el patio de butacas son las bolsas o cartones que las contienen. Esa ventaja, sin embargo, es sólo anecdótica si se compara con los pingües beneficios que proporciona su venta en el interior del local. Hasta 500 pesetas se dejan pedir por un aparatoso cubo cuyo coste de materia prima no sobrepasa los cuatro duros. Cómo será la ganancia que le sacan al quiosco que, según un estudio de mercado, en algunos cines el rendimiento neto llega a superar al que se obtiene por la venta de las entradas.

Esta abultada cuenta es la que condujo a muchos exhibidores a caer en la tentación de prohibir el consumo de palomitas, refrescos y golosinas que no fueran adquiridas en el hall del cine. Tal prohibición no sólo ha soliviantado a los espectadores que se ven obligados a tirar en la papelera las palomitas adquiridas fuera o a beberse de un trago el refresco que compraron en una máquina de la calle, sino también a los establecimientos que venden bebidas y chucherías en las inmediaciones de los cines.

El aluvión de quejas de usuarios y comerciantes cuajó recientemente en la denuncia presentada por la Asociación "La Defensa" de Leganés contra los cines del centro comercial Parquesur. Allí hay un cartel en la entrada que reza: "En el interior de las salas solamente está permitido el consumo de productos adquiridos en este local". Lo más curioso es que la prohibición se permite el lujo de presentar una excepción hacia un establecimiento próximo al local y que pertenece a la misma empresa, según confirmó un inspector de la Oficina del Consumidor de Leganés.

El dogma es sin duda una interpretación libre y absolutamente arbitraria del derecho de admisión. Una sala de exhibición cinematográfica no es un bar ni un restaurante cuyos clientes pagan por comer o beber los productos que allí se venden. Quienes van al cine pagan por ver la película y no tienen por qué adquirir lo que consuman en la sala. Distinto sería que la propiedad prohibiera comer o beber durante la proyección, como sucede en el Teatro Real, pero permitírselo sólo cuando los productos han sido comprados en el local es simplemente intolerable. De hecho, si se aplicara a rajatabla la norma que anuncia el mencionado cartel de Parquesur, veríamos a los vigilantes de la sala sacando de la boca a los espectadores los chicles y caramelos que compraron fuera y que por su menor tamaño escaparon del control de entrada.

En cualquier caso, la rebelión de los usuarios nunca se hubiera producido de no ser por los precios abusivos que los cines aplican a unos artículos que es posible adquirir por la mitad de dinero en los establecimientos cercanos. A los americanos de Torrejón no les cobraban las palomitas a precio de caviar.

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