Caballos de Atila
El primero fue François Mitterrand. Después de una tenaz labor de reconstrucción del socialismo francés y de sus posibilidades electorales, sus dos septenios como presidente de la República se cerraron no sólo con un regreso de la derecha al timón de la política francesa, sino con un panorama de desolación para la izquierda y, sobre todo, para el Partido Socialista. No fue el heredero de Jaurès y de Léon Blum, sino el artífice de un maquiavelismo cínico de cuya adhesión dio prueba el nombre elegido para su hija natural, Mazarina. El ritual que abriera su presidencia en 1981, la visita solemne con una rosa roja en la mano a la tumba del resistente Jean Moulin en el Panteón, se reveló un acto teatral más, dados sus posteriores homenajes a Pétain. Y hacia el PS fue demoledor, destruyendo la figura de su líder más capaz, Michel Rocard, y apoyando al final a un aventurero tipo Mario Conde, Bernard Tapie. La visita al borde de la muerte a las Pirámides podía así ser interpretada como el gesto de un faraón que desea ver enterrado para siempre cuanto le acompañó en vida.Sin olvidar el peso del factor psicológico, para que semejante trayectoria sea posible cuentan también la preferencia por los liderazgos carismáticos y la consiguiente personalización del poder. El líder acaba considerando el partido como un patrimonio del que puede disponer a voluntad, favoreciendo incluso su destrucción y, sobre todo, la de cualquier oponente si juzga que su voluntad puede ser discutida o su imagen post mortem política borrada. Sólo la fortuna, en forma de Lionel Jospin, libró al PS francés de un riesgo real de marginalidad política. Confiemos en que algo parecido suceda en España para las dos ramas de la izquierda, sometidas a dos procesos similares al descrito, con Felipe González y Julio Anguita como protagonistas respectivos.
El caso de González es el más difícil de explicar, ya que consiguió aplastar en vida a todos sus adversarios dentro del partido y, además, disfrutó tras su dimisión de una actitud reverencial generalizada entre los socialistas. Estaba así en condiciones de respaldar a su sucesor con su prestigio y servir de vehículo a los nuevos planteamientos desde su conocida capacidad de comunicador. No ha sido así, y en especial desde la victoria de Borrell en las primarias, pero también en las dos etapas de Almunia, González se ha preocupado sobre todo de poner de manifiesto su superioridad sobre cualquier bicho viviente que se moviera o hablara en el PSOE. Sus artículos en estas páginas fueron buena muestra de ello, introduciendo además elementos de confusión notables -así en el problema vasco- en el mensaje socialista, y en tiempo de elecciones. La sensación es que por su prestigio impedirá toda renovación que le desagrade, repitiendo lo ocurrido con Borrell, y tampoco se implicará como debiera, es decir, desde su posición de socialista eminente (por usar la calificación aplicada a Lorenzo el Magnífico) en el apoyo a aquél que cuente con su beneplácito. Por lo demás, en contra de lo que opina López Garrido, González no es un gran teórico, de modo que tampoco sus reflexiones pueden servir de luz y guía al PSOE. Así que, si hay primarias, la única manera de librarse de su sombra consistirá en que se celebren cerca de las elecciones.
También Anguita considera IU como cosa propia, vista la dificultad que tiene para realizar lo que sería lógico: seguir la noble senda de Gerardo Iglesias y, de acuerdo con la petición de los cubanos al niño Elián, regresar a su tarima y a su escuela en Córdoba. No parece dispuesto, e incluso se permite exhibir el orgullo por su ejecutoria política de creador de desastres y anunciar que en su momento sacará un tapado. Lo que le faltaba a IU, amén del intento confesado de controlar al máximo desde los dirigentes la lejana asamblea con un cuestionario que les permita aparecer interpretando la voluntad de las bases. Y es que en IU hay más caballos de Atila bien probados: el hoy autocrítico Frutos, hasta ayer ángel exterminador del que quisiera la unidad de acción con el PSOE, o Alcaraz al frente del búnker andaluz. Llamazares lo tiene bien difícil. Lo mismo que, ante los comportamientos visibles de los aparatos, Antonio Gutiérrez, a quien el buen sentido reservaría ahora un papel relevante en la reorganización de la izquierda.
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