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Romper la espiral

Todos sabemos, como protagonistas o testigos, lo que pasa con las malas rupturas de pareja. Con aquellos que un día se unieron con promesas definitivas de amor y lealtad y que no supieron o no pudieron luego transitar pacíficamente por el camino del desapego que lleva a la bifurcación de destinos.Se trata casi siempre de enfrentamientos viscerales, traspasados de frustración e intolerancia, en los que todo se argumenta para justificar la imputación y la represalia. Aquel diálogo íntimo que un día presidiera la fusión de cuerpos, patrimonios y genes, se degrada y se extingue, transformándose en otro género de comunicación aberrante y estéril, donde sólo tienen cabida los insultos, las imposiciones de hecho y los desquiciantes enfrentamientos judiciales.

Los que conocemos de cerca estos conflictos, sabemos que evolucionan como una espiral que se centrifuga a velocidad creciente y acaba quedando fuera del control de los propios interesados. Todo cae por un abismo que parece no tener fin y el sufrimiento para los contrincantes y para sus más íntimos, es desproporcionado y a veces incalculable. Justas rupturales que se agravan singularmente cuando existe un patrimonio común indivisible, cuando los medios de vida son escasos y, sobre todo, cuando hay hijos pequeños de por medio y se discute su custodia, el régimen de visitas del progenitor que no ostenta su guarda o el importe de las pensiones para sufragar sus necesidades.

Nuestra reflexión debe centrarse preferentemente en esos menores, ubicados en el epicentro de esas ciegas pugnas sin control, de las que acaban siendo las más injustas e indefensas víctimas. De esos pequeños angustiados por creer que son la causa y origen del conflicto entre sus padres; testigos desesperados de reyertas incontenibles y descarnadas; acosados o seducidos en ocasiones por sus trastornados progenitores para ganarse su alianza frente al otro. En muchos de ellos quedará grabada a fuego en su memoria, -para siempre-, la presencia disuasoria de la Policía al pasar de los brazos maternos y paternos. Que no se olvide: nadie puede triunfar en esas lizas. Nadie conseguirá escarmentar ni someter al otro en esos contenciosos. Los dos acabarán perdiendo por igual. Porque una vez que la espiral comience a evolucionar, un odio incontrolable y subvertidor se instalará en sus almas, barriendo y deformando todo el pasado de convivencia feliz, de recuerdos comunes, de ilusiones y esfuerzos compartidos. Toda una inversión, a veces enorme, que acabará convertida en un tramo muerto e irrememorable de la biografía personal de cada consorte.

Y lo más absurdo es que un buen día, por el transcurso del tiempo, por agotamiento de los contrincantes, por circunstancias casuales sobrevenidas, por la mayoría de edad de los hijos, por la acertada mediación de profesionales, familiares o amigos comunes o por otros factores de imposible enumeración, la espiral se detendrá bruscamente y el conflicto se solucionará con la misma sorprendente facilidad con que se hubiera podido zanjar desde el primer día, de no haber mediado la obcecación o el revanchismo.

Todos pensamos que con el tiempo, podremos cambiar lo que no nos gusta de nuestra pareja y eso nunca ocurre. Procure acudir a su matrimonio o a su relación, sin vicios ocultos y con mucha carga de tolerancia para asumir los defectos conocidos de su pareja y los que se revelarán inevitablemente con la convivencia.

Prométase que sus enfados serán breves, que respetará a su cónyuge; pero sobre todo que, ante una hipotética ruptura, mantendrá a toda costa el diálogo personal y directo con el otro. Que ante la crisis, aunque le cueste un gran esfuerzo, procurará controlar el rencor irracional y dominar la inevitable frustración que cualquier fracaso de relación de pareja produce.

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Haga lo imposible por aceptar la nueva situación e intente llegar a un acuerdo amistoso con su consorte; piense que si acude a la vía judicial contenciosa, el juez de Familia acabará por dictar, tras un dilatado y costoso procedimiento, una sentencia con pronunciamientos muy parecidos o idénticos a los acuerdos que hubieran podido alcanzar privadamente.

Sea generoso(sa) al negociar el reparto del patrimonio común sin perder de vista la diversa dedicación de cada uno a la familia mientras duró la relación y las posibilidades futuras de generar ingresos y autoabastecerse. No consienta, mientras le sea posible, que pequeñas discrepancias de tipo económico le lleven a la espiral. No hay dinero en el mundo que pueda compensar la degradación y el sufrimiento que muchas de estas pugnas pueden llegar a generar.

Por encima de todo, proteja a sus hijos. No les implique, ni utilice; no les vede el contacto con el otro progenitor ni menoscabe su imagen ante ellos. Si lo hace, les causará seguros perjuicios que afectarán a su personalidad y, tarde o temprano, se lo reprocharán. Solucione la ruptura con diálogo, respeto y generosidad, como hacen innumerables parejas cada día, y no le importe ceder aunque se sienta dolido(a), traicionado(a) y crea firmemente que la culpa es del otro. Pase la página sin resistencia y el mañana le demostrará su acierto.

Finalmente, al lector, que al tiempo de publicarse este artículo pudiera estar pasando por lo peor de una ruptura conflictiva, le pedimos que reflexione en profundidad sobre cuáles son los verdaderos obstáculos que le impiden transigir. Y si descubre y se reconoce un tanto de culpa, haga un esfuerzo de humildad; intente recuperar algo del diálogo perdido y no le duela ceder en todo lo que le sea posible. Detenga la espiral. Su tranquilidad y la de los suyos bien lo merecen y el devenir del tiempo le demostrará que ese fue su verdadero triunfo.

Pedro Nácher Coloma es abogado y patrono de la Fundación Por la Justicia.

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