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Tribuna:MONEDA AL AIRE
Tribuna
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Muñeco de trapo

El juguete ha vuelto a romperse. Fue en uno de esos partidos viscosos que tanto fascinan a los tifosi. Meten el balón en una olla de linimento, le dan cuatro vueltas con la cuchara de palo y vuelven a casa convencidos de que acaban de descubrir las sopas de ajo. Allí, para los primeros actores las oportunidades son casi siempre una cuestión de azar: un saque largo del portero, un par de rebotes y una conexión casual son todo lo que se puede esperar de tanto forcejeo. Excepcionalmente el artista logra superar el campo de minas, y si hay un poco de suerte consigue poner en el vacío del dibujo uno de aquellos pases con los que Luisito Suárez dejaba a Sandro Mazzola o a Giacinto Fachetti en la vertical de la luna. Sólo algunos ilustres náufragos como Zinedine Zidane, Alessandro del Piero, Clarence Seedorf, Roberto Baggio o El Chino Recoba hacen todavía la guerra por su cuenta: cortan por el atajo y, a despecho de que al entrenador le dé un síncope, deciden finalizar la jugada por sus propios medios. Envuelven la pelota con el cuerpo, se ciñen al defensa central y, con la vergüenza que les queda, tratan de marcar el gol del año.Ahora, después de cinco meses de ausencia, el superviviente era Ronaldo. Venía de reorganizar sus dos laberintos: el de su rodilla y el de su cabeza. Al parecer los cirujanos le habían restaurado el mecano de la rótula, pero su rehabilitación era una lotería. Había vendido, minuto a minuto, todo su tiempo; siempre guardaba en la mesilla de noche un analgésico y un telegrama con la noticia de un nuevo compromiso.

Nadie sabe cuanto habrá echado de menos aquel renovador Barcelona en el que podría haber compartido el resto de su carrera con gente como Guardiola, Figo, Kluivert y toda la compañía holandesa que Louis Van Gaal comenzaba a apuntar en su libreta. Aquí nunca podría quejarse de prohibiciones; si acaso le reprocharían que no se atreviera a emprender todas las locuras imaginables. Sus disparos en carrera, aquellos cambios de ritmo que nos hacían pensar en una prodigiosa transfiguración de Carl Lewis o aquel gol interminable al Compostela ya le habían acreditado como atleta de última generación; era sin duda una de esas mutaciones que señalan el principio de las nuevas estirpes. Pero no hubo forma de encomendarle a santo alguno; perdido entre directivos locales que nunca habían demostrado demasiada sensibilidad para las piezas únicas y aturdido por una comitiva de asesores, intermediarios y descuideros, decidió marcharse a Italia. Según le dijeron, la familia Moratti tenía un ataque de nostalgia y empezaba a jugar con la combinación de la caja fuerte. En resumen, el chico quería alistarse en la armada invencible.

Cuando estaba haciendo las maletas, muchos de sus admiradores pensaron en la lamentable aventura italiana de Laudrup, Bergkamp, Gascoigne, Zola, Roberto Carlos o Sammer, como pensarían, llegado el momento, en el fiasco de Iván de la Peña, Kluivert o Henry y en todas las otras futuras estrellas seducidas y abandonadas. Mientras aquel fútbol despilfarrador estuviera en manos de capataces, las figuras serían contratadas por un acto reflejo o por un vago resabio de calidad, pero, desde la desaparición del primer Milan de Arrigo Sachi, el calcio sólo parecía compatible con equipos-patrón formados por cuatro picapedreros modelo Gatuso, tres ganapanes estilo Giuliano, un correcalles tipo Lombardo, un tiracentros talla Di Livio, un goleador automático y un fisioterapeuta.

En ese gatuperio cayó Ronaldo. Y en ese gatuperio ha recaído, quizá para siempre. Desde que llegó olía a quirófano y a naftalina.

Como el muñeco diabólico estaba atrapado en una profecía.

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