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El puente Mirabeau.

"Bajo el puente Mirabeau corre el Sena / Y nuestros amores/ ¿Es necesario recordarlo? / La alegría viene siempre tras la pena", escribe Guillaume Apollinaire, otra vida apátrida como la de Paul Celan. París es la ciudad de los puentes y cada puente tiene sus suicidas, conocidos o anónimos. Más de treinta puentes unen las dos orillas: Pont de l'Alma, Pont Alexandre, Pont des Arts, Pont d'Austerlitz, Pont de Bir-Hakeim, Pont du Carrousel, Pont Neuf, Pont Royal y tantos otros de nombres evocadores. Por lo general uno se encuentra con ellos, están en nuestra ruta, puestos allí para ser inevitables y admirados. "Cuando hayamos dejado tras de nosotros, en la orilla izquierda, el triste paisaje de fábrica de Javel y el puente Mirabeau, habremos alcanzado, franqueando el viaducto del Amanecer, el límite del curso del Sena a través de París". Lo que quería decir Mac Orlan es que el Sena, con más de ochocientos kilómetros de recorrido, después de nacer en la meseta de Langres, en los Vergerots, abandona la ciudad por el puente Mirabeau iniciando el rodeo del Bosque de Bolonia, luego la llanura de Gennevilliers y finalmente el bosque de Saint-Germain camino de su todavía lejana desembocadura en el canal de la Mancha. El puente Mirabeau (Honoré Mirabeau, un aristócrata ilustrado y revolucionario que luego se demostró que no lo era tanto siendo arrojado su cuerpo fuera del Panteón), aún hoy está en el extremo de la ballesta, y a él hay que ir. "Cae la noche, suena la hora/Los días se van, yo me quedo". Habiendo tantos puentes en París, ¿por qué eligió éste Apollinaire? ¿Quizás tuvo Celan las mismas razones para arrojarse de él? Esta continuidad de puentes sobre el Sena crea la sensación de que el agua del río es siempre la misma, de que fluye en un cauce que se autoalimenta sin cesar, pero quien se asoma al puente Mirabeau comprende que el agua que corre imparable hacia el mar es siempre distinta y el tiempo va con ella.Quizás Celan adelantó su destino en los versos de un poema que dedicó a la poeta rusa, también suicida, Marina Tsvetáieva. En una serie de transposiciones espaciales se la imagina tirándose desde el puente Mirabeau al Oka, el río de la ciudad rusa de la infancia de la escritora: "Del reborde / del puente, de donde rebotó / del otro lado hacia la vida, vuela / con heridas desde / el puente Mirabeau./ Donde el Oka no fluye. Et quels amours!". Apollinaire, Marina, él mismo, están en estos versos. Y también en aquellos del autor de Alcoholes: "Cogidos de las manos estamos cara a cara/ Mientras bajo el puente / de nuestros brazos pasa / La ola tan cansada de las eternas miradas".

El Puente Nuevo es el más antiguo de París; el de la Concordia fue construido con piedras de la Bastilla; el Pont Royal (desde donde Camus arroja su bulto en La caída) fue pagado por Luis XIV, en el siglo XVII; y el de Alejandro III, regalado por el Zar, es una sola arcada metálica de 107 metros de largo por 40 de ancho que une la explanada de los Inválidos con los Campos Elíseos. El puente Mirabeau es como el anterior, de una sola arcada de hierro pintado de color verde, y tuvo al mismo arquitecto o ingeniero, Jean Resal. Si lo vemos desde el lado del puente de Grenelle, las diosas que lo sostienen, sobre rostros puntiagudos de naves romanas, ostentan en sus manos trompetas y antorchas. Si lo miramos desde el lado del puente Garigliano, estas damas nos muestran remo y hacha. En medio de esta arquitectura preindustrial de finales del siglo XIX (fue construido poco después de alzarse la torre Eiffel) está grabado el emblema de la ciudad: un barco de vela en torno al cual se lee: "Fluctuat nec mergitur"; algo como "la golpean las olas pero no se hunde".

¿A qué altura del puente se arrojó Celan? ¿Subió a la barandilla? ¿Hacia qué lado levantó la vista por última vez? Probablemente dio la espalda a esa zona industrial, de altas chimeneas, y quizás también a esos desgarbados rascacielos incipientes alzados a partir del Quai André Citroën, en los cruces con la avenida Émile Zola y la Rue de la Convention. Celan debió ver la estatua de la Libertad sobre la alameda de los cisnes y la pequeña isla de sauces del puente Grenelle. Quizás su antorcha lo iluminó al amanecer, o al atardecer de su Fuga de la muerte: "Negra leche del alba la bebemos al atardecer/ la bebemos a mediodía y en la mañana y en la noche / bebemos y bebemos / cavamos una tumba en el aire...". ¿Por dónde subió al puente? Si fue por el Quai Louis Blériot (el aviador que atravesó el Canal de la Mancha por vez primera, en el año 1909), entonces las altas copas de los plátanos le darían sombra. O acaso lo hizo llegando por el camino empedrado del muelle. Las barcazas entonces quizás estarían aún iluminadas y se escucharía la música de los recién casados o quizás los llantos de los bautizados. Posiblemente, Celan se puso su mejor traje, aquel que pesase más al empaparse, y fue dando un paseo, subió a un taxi o bajó del metro, cuya parada está justo al inicio del puente pero por el lado de Convention. Javel es una bellísima estación construida en madera, parece más una aduana de barcas, la morada misma del cancerbero. Quizás aquí pagó su óbolo y guardó su billete.

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Marina Tsvietáieva tiene un poema titulado Epitafio, que podría haber sido escrito para Celan (ella se suicidó en 1941): "Voy por París preguntando/ -si sólo en cuentos o en sueños/ suben los hombres al cielo-, / tu alma, ¿adónde ha ido? / (...) / tu rostro, / tu calor,/ tu hombro, / ¿adónde se habrá ido?".

Celan ya está en el agua, probablemente helada. Ha caído hasta el fondo y ya no sube por el peso de los poemas-piedra con los que ha cargado sus bolsillos. Con esta acción, escribe su mejor texto: el poema que no existe, el poema absoluto ¡ese que ni existe ni puede existir! El gesto que enmudece las palabras. "¡Oh, la Palabra, la Palabra, la Palabra de la que carezco!" (grita el Moisés de Schoenberg).

Bonnefoy decía que su amigo había elegido morir como lo hizo para que al menos una vez en su vida, contradictoriamente solicitada por la poesía y el exilio, ("contradictoriamente, porque la poesía más desolada conserva la nostalgia de la celebración imposible, y por lo menos la necesidad de algunos seres queridos"), las palabras y lo que es confluyeran finalmente. El poema, a pesar de que nombra el vacío, al tiempo siempre trata de afirmarse. Celan en su ensayo, El meridiano (1960), reconocía este afán de supervivencia del poema, de afirmación al borde de sí mismo. "Para mantenerse, se llama y trae a sí mismo sin cesar de su 'ya no' a su 'aún sí', que sólo puede ser un hablar, o sea, no la lengua en sí ni tampoco una correspondencia creada desde la palabra". El río por el contrario es un vacío real que no ofrece respuesta, que carece de la necesidad de materialización perenne; él mismo es la respuesta sin garantía, la misma incertidumbre. El río que, de noche, en un gran silencio sólo mancillado por los motores de algunos coches y las luces de los faros, parece recogerse autofagocitándose, como único posible significado a la medida ya de tanta ausencia. Mudo lenguaje de río formado por elementos heterogéneos, por objetos perdidos a la deriva de él mismo, en su corriente. Todos forman el límite del poema más allá del río que los prolonga. La corriente desgasta la materia que arrastra mientras la conduce hasta el origen, a las fuentes, al pensamiento, a su vapor. Una vez arrojado, ya todo es en él el propio río, más ancho y más profundo, y en cierto sentido más vacío, tanto como el que viene a reunirse, bajo el puente nocturno, en la miseria del clochard privado de palabras. Bonnefoy insiste: Celan murió para conseguir lo que el poema desea: "La unión de la larga frase con un poco del ser que ella no es".

Celan, según comenta Steiner, hizo posible que la poesía sobreviviera a Auschwitz. Celan (el reo) anotó al margen cada párrafo de El ser y el tiempo, de Heidegger (¿el carcelero?), "Así no habría Celan sin el lenguaje de Heidegger. Es un lenguaje expresionista, hecho de neologismos, un alemán que hay que lograr traducir al alemán, como es el de Celan", comenta Steiner en La barbarie de la ignorancia. Y este lenguaje al norte del futuro, resulta más importante que el hombre que habla (" die Sprache spricht", el lenguaje habla, dice Heidegger), por cuanto está más cerca de las fuentes del ser.

El saltador que cae al vacío de Dios, de ese "soy / el que soy" (Éxodo, 3, 14) que era la palabra, que era el verbo, y que ahora está ausente, aparece ante la presencia del hombre, irreconocible ante sí mismo, sin nombre como al principio, sólo nasa en el mar evaporado en la desembocadura A. O. Barnabooth, siempre peregrino en tantos viajes, escribió: "¡Nevermore..., y luego, ¡nada!".

¿En dónde hemos dejado a Apollinaire? "El amor se va como este agua que corre. / El amor se va. / Lento como la vida. / Y violento como la esperanza. // Cae la noche, suena la hora. / Los días se van, yo me quedo. // Pasan los días y las semanas. / Ni el tiempo ido / ni los amores vuelven. / Bajo el puente Mirabeau corre el Sena.// Cae la noche, suena la hora./ Los días se van, yo me quedo.// Pasan los días y las semanas. / Ni el tiempo ido / ni los amores vuelven. / Bajo el puente Mirabeau corre el Sena.// Cae la noche, suena la hora./ Los días se van, yo me quedo".

César Antonio Molina es profesor de Humanidades y Periodismo en la Universidad Carlos III y director del Círculo de Bellas Artes.

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