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La incógnita Putin.

Carmen Claudín

Nadie, ni fuera ni dentro de Rusia, sabe a ciencia cierta lo que va a significar la llegada al poder de Vladímir Putin. No sólo porque no se le conoce un programa elaborado (los programas valen lo que demuestren los hechos), sino porque sus intenciones, algunas de ellas ya explicitadas, tendrán que enfrentarse a unos condicionantes nada fáciles de manejar. Las expectativas y los recelos, cuando no el rechazo, que despierta Putin tendrán que esperar, pues, para verse confirmados. De momento, sólo hay base para un análisis que no puede dar casi nada por sentado, ni siquiera que la guerra de Chechenia es el factor de fondo y no coyuntural de este éxito. Los temores que despierta Putin convergen fundamentalmente en la posibilidad de una involución dictatorial que signifique un retroceso grave en el nivel de libertades públicas alcanzado y una vuelta en el juego económico al papel dominante del Estado, al estilo soviético. Con lo que Putin ha mostrado de momento, esta perspectiva, desde luego, aún no es descartable y, de ser así, debería verificarse bastante pronto. Pero ni su pasado al servicio del KGB ni la guerra en Chechenia son elementos suficientes para pensar que ése es el camino inevitable.Por un lado, conviene recordar que, por paradójico que parezca, los servicios secretos soviéticos han tenido un papel nada despreciable en la emergencia de dirigentes reformistas: Mijaíl Gorbachov, que declara no abrigar ningún temor de involución antidemocrática respecto a Putin, llegó al poder apadrinado por Yuri Andrópov, gran jefe del KGB en los buenos tiempos; Edvard Shevardnadze, largos años jefe del KGB en la Georgia soviética, ha sido el gran ministro de Exteriores de la perestroika y es ahora un presidente mucho más presentable para la Georgia independiente que el anterior, Zviad Gamsajurdia, un disidente del periodo soviético reconvertido a dictador nacionalista; o el propio Yevgueni Primakov, jefe de los servicios de inteligencia bajo Yeltsin, que tan indulgente simpatía despertaba hasta hace muy poco aún, tanto en Rusia como en Occidente.

Por otro lado, la guerra en Chechenia no es un producto fabricado al servicio del delfín en vistas a garantizar su victoria en las urnas, o una cortina de humo para desviar la atención de la opinión pública de los verdaderos e ingentes problemas. Es el resultado de una combinación nefasta entre, por parte rusa, una política totalmente errática y errónea respecto a Chechenia y, por parte chechena, unos dirigentes cuando menos irresponsables. Todo ello, sin olvidar raíces históricas más antiguas, conforma un proceso complejo que arranca desde 1992, en los inicios del periodo postsoviético, se hunde en el atolladero de la primera guerra de 1994-1996 (que une a los chechenos y divide a los rusos) y que desemboca, tras las incursiones armadas en Daguestán y los sangrientos atentados en Moscú y otras ciudades, en esta segunda guerra (que, esta vez, divide bastante a los chechenos y une a los rusos), en donde la factura más alta la sigue pagando la población civil chechena.

Pero no es realista pensar que alguno de los principales representantes de la oposición, puesto en el lugar de Putin y en las condiciones de descomposición del poder imperantes en Chechenia, hubiera actuado de manera sustancialmente distinta. Desde luego, ninguno de la oposición comunista-nacionalista, pero tampoco Grigori Yavlinski, el dirigente del partido liberal Yabloko, que muchos, en Occidente y en España, insisten en presentar como el único político civilizado, europeísta y verdadero demócrata, el único en oponerse a la guerra. Yavlinski, cuya línea política lleva además una enorme responsabilidad en la división del campo democrático y en el debilitamiento de anteriores gobiernos reformistas, no ha dicho nada contra la guerra hasta casi tres meses después de su inicio y ha evitado su crítica en la campaña electoral presidencial. El otro dirigente más destacado de su partido, Vladímir Lukín, largo tiempo presidente del comité parlamentario para Asuntos Exteriores, explicaba a finales de noviembre de 1999 el éxito de la intervención militar por ser ésta una guerra justa, que había de ser llevada contra los "bandidos" para liberar Chechenia, sin importar lo que pensara Occidente al respecto. Y, desde luego, no ponía en duda el origen checheno de los atentados de septiembre de 1999, descartando, por tanto, la hipótesis de un montaje de los servicios especiales rusos. En resumen, una posición idéntica en esencia a la del conjunto de la clase política rusa. Son pocos los que, como Serguéi Kovaliov, abanderado de los derechos humanos en Rusia, han mantenido una coherencia personal en esta tragedia: Kovaliov denuncia con vehemencia los abusos y crímenes contra la población civil por parte de las tropas rusas en la conducción de la guerra, lo que no le impide señalar la responsabilidad de los dirigentes chechenos en el inicio de ésta.

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Tampoco es cierto que no se sepa mucho del nuevo presidente ruso, en todo caso, ni mucho más ni mucho menos de lo que se sabía de Gorbachov cuando llega al poder o de Yeltsin cuando emerge como figura de la oposición democrática a finales de los ochenta. Por lo que se sabe de su generación, del KGB de los años setenta, de su trayectoria en la alcaldía de Leningrado/San Petersburgo y de lo que él mismo ha explicado en diversas entrevistas y declaraciones, es posible hacerse una idea del personaje que sólo los hechos podrán corroborar. Putin, desde luego, no es lo que desde la perestroika se ha venido en llamar un demócrata liberal ni tampoco un conservador del campo comunista-nacionalista. En ese sentido, no tiene ideología, sino que es hijo del tardosovietismo, es decir, de una generación que no necesita creer en la exaltación ideológica del sistema y parte de la cual se instala en un pragmático patriotismo sin inquietudes intelectuales y políticas. Es un patriota de esa forma también desideologizada que permitía incluso al ruso exiliado blanco inmigrado o víctima anónima de la apisonadora estalinista sentir orgullo por los éxitos espaciales soviéticos o emoción por los coros del Ejército Rojo. En cierta medida, este rasgo coincide también con una característica importante de las últimas elecciones presidenciales (tan reñidas, que desmienten la idea de que la sucesión de Yeltsin ocurriría inevitablemente en medio de graves turbulencias desestabilizadoras o que sería una transmisión de poder de tipo feudal), a saber que, por primera vez, un proceso electoral en Rusia no ha estado dominado por la polarización del enfrentamiento democracia versus comunismo. Y, probablemente, no es casual para su éxito que, a pesar de su designación por Yeltsin, Putin no ha sido percibido por la mayoría de la población como un hombre de éste y que él mismo ha tenido cuidado en subrayar que empezaba una nueva era. En otras palabras, además de su firmeza sin contemplaciones en la guerra de Chechenia, no ser "conocido" ha jugado claramente a su favor. Estos dos elementos combinados han dado credibilidad a lo que ha sido su línea básica de presentación: orden, reforma y ley, una línea de la que muchos demócratas en Rusia temen que sólo se quede en lo primero.

De momento, nada permite asegurar que Putin no siga en la dinámica de reforma abierta, a trancas y barrancas, en 1992. Es evidente que considera imprescindible reforzar el Estado para llevarla a cabo, pero eso en sí no es preocupante si se trata de la capacidad ejecutiva para aplicar leyes o recaudar impuestos, algo indispensable para cualquier Estado, y no digamos para el ruso, debilitado por dentro y por fuera. Y, al menos de momento, no ha empezado a dar la tabarra con el discurso esencialista sobre la especificidad de la vía rusa. Putin buscará probablemente normalizar las relaciones con la oposición comunista para evitar la inmovilidad anterior y reforzar el campo de actuación del Estado, en particular en las repúblicas y regiones que se han convertido en actores políticos de peso. A corto y medio plazo, en el ámbito interno, la piedra de toque de los objetivos de Putin -y de su capacidad para implantarlos- reside, sin duda, en cómo evoluciona el papel de los oligarcas, de las Fuerzas Armadas y de los servicios de seguridad, cómo se aborda la prometida lucha contra la corrupción y en qué nivel se mantiene la libertad de expresión en el país. En cuanto a la actuación exterior, la política rusa respecto a la CEI (Comunidad de Estados Independientes) seguirá siendo un eje central en la definición de sus intereses de Estado. Las relaciones con Occidente no serán fáciles, pero no peores que en los últimos dos años, y es dudoso que se instalen en el enfrentamiento sistemático, aunque no se ceda, al menos en apariencia, en temas como Chechenia. De hecho, por ahora, Vladímir Putin evoca sobre todo a De Gaulle y, como éste, aspira probablemente más que nada a devolver a Rusia la grandeur. Queda por ver a qué precio, ya que de momento ha privilegiado el recurso al brazo armado, aunque dice tener claro que la fuerza del país ha de radicar, ante todo, en su desarrollo económico y social. Mientras tanto, se tratará básicamente de utilizar cualquier ocasión para recordar que no hay que olvidarse de contar con Rusia.

Carmen Claudín es responsable del Área de Países del Este de la Fundación CIDOB.

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