La segunda muerte de Barbosa
Fallece el meta de la selección de Brasil en el Mundial 50, que vivió estigmatizado desde entonces
En la funeraria de Praia Grande, un municipio cercano a Santos y habitado por gente modesta, en su mayoría funcionarios públicos jubilados, había unas 50 personas velando al muerto. Sobre el ataúd discreto había una bandera del Club Atlético Ypiranga, que desde hace 40 años no tiene equipo de fútbol, pero donde el muerto había empezado su carrera en los años 30. Pocos familiares, algunos amigos, cuatro o cinco antiguos admiradores, dos o tres ex compañeros de oficio. Al final de la tarde del sábado, cuando faltaba poco para el entierro, apareció en el cementerio Morada de la Gran Planicie un dirigente del poderoso Vasco da Gama, de Río, con una bandera del club, que fue tendida por encima de la del modesto Ypiranga. Ninguna estrella del fúbtol, ningún dirigente nacional. Así se despidió a Moacyr Barbosa, uno de los míticos arqueros de Brasil.Idario Peinado, que tuvo su época de gloria en los años 50, cuando fue tricampeón paulista por el Corinthians, dijo emocionadas palabras de despedida para un puñado de oyentes. Recordó el difícil partido entre su equipo y el Vasco da Gama, cuando se enfrentó, en 1952, a una barrera infranqueable: Barbosa. Fue como si Peinado, y nadie más, recordara la gloria del arquero imbatible. Sus palabras, en todo caso, tuvieron poco eco. Es que ya casi nadie se acuerda del propio Peinado. En cuanto a Barbosa, murió como vivió su último medio siglo: como sinónimo de derrota, de humillación. Y así, humillado y ninguneado hasta el final, Barbosa murió a los 79 años en la noche del viernes. Encerró así una trayectoria marcada por el estigma de un único y decisivo gol que no logró atrapar, en la tarde del lejano 16 de julio de 1950. Era el arquero de la derrota brasileña en el Mundial del 50.
Desde aquel entonces, su vida fue una sucesión de condenas por una misma culpa. Muchas veces Barbosa dijo que estaba condenado a morir en vida. Nadie recordaba su brillante carrera de antes de la Copa, y tampoco sus decisivas intervenciones para que su equipo, el Vasco, se consagrara campeón de Río en 1945, 47, 49, 50 y 52, de Suramérica en el 48 y 49, y de Brasil en 1950. Era, sin duda, el mejor. Siguió jugando después de aquella tarde de tragedia, hasta 1962, cuando se jubiló. Fue siempre un arquero eficaz, elegante, ágil, un cuerpo elástico que se dirigía con rápida precisión a la pelota. Pero cometió el peor de los fallos: no logró atrapar la pelota decisiva en la especie de final fatídica contra Uruguay. Brasil logró ser subcampeón en la primera Copa Mundial disputada en su país. Nunca antes había llegado tan lejos. Pero para un brasileño, cuando la cuestión es fútbol, o se es campeón o no se es nada.
Para aquel Mundial estaba todo preparado. Se inauguró el mítico Macaraná, mayor estadio del mundo. Aquel 16 de julio había 200.000 personas en la cancha, el mayor público jamás reunido. Se daba por descontado el título: Brasil tenía el mejor equipo. Hasta aquel domingo fatal, Barbosa era considerado el mejor arquero de Brasil -y, por consecuencia, del mundo-. Los diarios brasileños ya tenían en imprenta los titulares para las ediciones extra: Brasil, campeón del mundo.
Friaça marcó el primer tanto para los nacionales, y el público explotó en una euforia sin límites. Luego, cuando Schiaffino anotó para Uruguay, un rápido temblor sacudió a la multitud. Pero el empate aseguraba el título a Brasil, y la tensión se disipó enseguida. Y entonces, Barbosa fue vencido. Se estiró como pudo frente al disparo cruzado por Gigghia desde la punta derecha, y llegó a rozar la pelota. Por una fracción de segundo tuvo la más absoluta certeza de haber desviado el balón. Pero al escuchar el silencio masacrante de la multitud, se dio vuelta y vio el horror: la pelota al fondo de la red.
Fue -se dijo en la época- la peor tragedia de la historia de Brasil. Jules Rimet entregó la copa, que más tarde llevaría su nombre, al uruguayo Obdulio Varela sin decir una sola palabra. El discurso que tenía preparado, elogiando el fútbol en general y enalteciendo al de Brasil en particular, descansó en su bolsillo. En los días siguientes, Barbosa fue perseguido y señalado por las calles. Nadie, ningún compañero, salió en su defensa. Los cronistas deportivos de todo el mundo le eligieron como mejor arquero del campeonato, pero de nada valió. Fue igualmente masacrado. Se dijo que estaba demasiado adelantado. El mismo Gigghia aseguró que no. Obdulio decía que todo se debió al destino. Pero Barbosa no escapó de la marca a fuego: culpable de por vida.
Era negro, en una época en que las barreras raciales recién empezaban a ser superadas en el fútbol brasileño. Y no faltó un batallón de los explicadores de siempre para advertir que los negros son psicológicamente más débiles frente a situaciones de extrema tensión. Así, además de culpado, era negro, y por lo tanto, frágil. Luego del desastre, Barbosa siguió jugando en el Vasco. Volvió a ser campeón, volvió a atrapar pelotas que nadie atraparía. Era el mismo de siempre, todavía elegante y seguro. Con el tiempo, pasó a equipos menores, y se retiró dignamente.
Al jubilarse, tuvo derecho a una pensión de 85 dólares al mes. En 1993 abandonó el suburbio de Ramos, vecino a Río, y se mudó para la distante Praia Grande. Había sido humillado una vez más, al ser impedido de visitar al seleccionado brasileño que se preparaba para el Mundial 94. El entrenador Zagallo, rey de la arrogancia y de la vanidad, no le dejó hacer la visita "para no traer malos recuerdos" a los jóvenes jugadores. La visita era parte de un documental de la televisón británica.
En Praia Grande, Barbosa vivió de sus ahorros y de la venta de su modesta casa de Ramos. El exilio voluntario se agravó cuando su mujer, Clotilde, se enfermó. Cuando ella murió, en 1997, Barbosa ya no tenía de qué vivir. Lo hizo primero gracias a la ayuda de un amigo tambien escaso de recursos, que le dejó un cuarto. Y luego, por su antiguo equipo, el Vasco, que le destinó una pensión de unos 2.000 dólares al mes, lo que le permitió alquilar un apartamento. Pero hasta sus últimos días cargó con la pena impuesta hace medio siglo. Hace poco, al cumplir 79 años en una soledad apenas mitigada por la bondadosa compañía de algunos vecinos, Barbosa dijo que lo que más le dolió a lo largo de la vida no fue el gol de Gigghia, sino el comentario que oyó cierto día en la calle. Una mujer, acompañada del hijo pequeño, señaló a Barbosa y dijo: "Ése es Barbosa, el hombre que hizo que todo el país llorara".
Echado de un hotel
Los que convivieron con Barbosa dicen que, pese al dolor, él jamás sucumbió al resentimiento. Tenía humor, e intentaba superar el estigma de la tragedia. "Yo sé, en el fondo de mi alma, que no fui el culpable. Éramos 11 en la cancha", dijo Barbosa, que se retiró en silencio, de la misma forma que cuando fue echado del hotel donde estaban los jugadores en 1993. En aquella ocasión, cuando los reporteros de la televisión quisieron entrevistarlo, se limitó a sonreír. Miró a todos con los ojos tristes, y recordó que en Brasil nadie puede ser condenado a más de 30 años de cárcel, por horroroso que fuera el crimen cometido. Pero que él soportaba una condena perpetua.
El primer arquero negro de la selección brasileña murió pobre, olvidado, humillado y condenado. La prensa casi no registró su muerte. Barbosa no se habría sorprendido.
La segunda muerte de Barbosa será la definitiva.
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