Gol y Gerard se escriben con G
Apareció Gerard por el claro, le marcó tres goles al Lazio, puso en remojo a los ideólogos del fútbol italiano y volvió a reivindicar la figura de los llegadores.Nos recordó que él y sus colegas son el fantasma de la ópera. Suelen disfrazarse de medios volantes, delanteros mohínos o defensas-escoba, y si nos fiamos de las apariencias no debemos valorarlos demasiado. A veces, quizá por una corazonada, los miramos con detenimiento, y entonces caemos en la cuenta de que carecen de alguna de esas etiquetas que nos permiten identificar a los cracks; quizá les falte una especial armonía de movimientos, un impulso elástico en la zancada, una singular prestancia para vestir el uniforme o cierta misteriosa naturalidad para integrar los recursos del juego en los gestos de la carrera. Tampoco pertenecen a esa ilustre cofradía de pequeños monstruos cuyas habilidades son la respuesta a alguna grave limitación: ni son chuecos ni demasiado ligeros ni sospechosamente pequeños. No se distinguen gran cosa del vendedor de la esquina o del vecino del quinto.
Por lo general suplantan a los actores de reparto; se camuflan en el cartel como hombres de enlace, y en las operaciones regulares ofician de recaderos, guardaespaldas, porteadores o vigilantes. El entrenador suele apreciarlos porque son muy poco exigentes y hacen por encargo las más oscuras labores de intendencia. Sin pretenderlo nos ofrecen una metáfora del subalterno y se confunden fácilmente con el personal auxiliar; parecen una prolongación de esa utilería de los estadios cuya abnegación convierte una cuadrilla en un equipo. Luego, cuando estamos pendientes de la inspiración del malabarista oficial o del próximo toque de nuestro pasador preferido, aparecen por la puerta trasera, se hinchan como gorilas, se dan media docena de palmadas en el pecho y ganan el partido con la autoridad de los futbolistas superiores. Acto seguido recuperan su máscara de segundones y vuelven rápidamente al anonimato: se ciñen la capa, bajan el ala del sombrero y desaparecen tras el telón a la espera de su segunda oportunidad. Son, decíamos, esos expertos en victorias al asalto que llamamos llegadores.
Gerard, Gerard López Segú, nacido en Barcelona hace veintiún años, no sólo es uno de ellos: es el invasor de moda. Ante el Lazio hizo una brillante recreación de su propio modelo y nos mostró todas las variantes del arte de irrumpir. Tres de sus arrancadas bastaron para que el acero sueco de Sven-Goran Eriksson saltara por los aires.
No obstante, Gerard ha recorrido un largo camino para convertirse en el hombre de moda. Dejó La Masía de Can Barça en edad juvenil, mientras el espíritu de Wembley empezaba a disiparse por las chimeneas del Camp Nou. Pero era un inequívoco pupilo de Johan Cruyff. Seguía las huellas de Guardiola y representaba un juego fundado en el compás y la geometría. Como buen aprendiz de mariscal llevaba siempre la cabeza muy alta; no se trataba de una expresión de arrogancia: a falta del monóculo de los generales prusianos, alargaba la vista hasta la línea de fondo para encuadrar totalmente la maniobra.
Un día se fugó a Valencia bajo la inspiración de Jorge Valdano; después pasó un año con el Alavés para evadirse de Claudio Ranieri, y volvió a Valencia con la piel curtida. Bajo sus cicatrices de superviviente aparecía un nuevo jugador de largo repertorio que había conseguido reunir todas las suertes en un solo nombre y a todos los hinchas en un solo grito.
En Mestalla, al gol lo llaman Gerard.
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