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El lugar del Parlamento

En un viejo edificio del centro de Madrid se reúnen hoy por primera vez los trescientos cincuenta diputados que forman la VII Legislatura constitucional del Congreso, una institución nacida a principios del siglo XIX. Sus integrantes no tienen poder individual -como un ministro o un juez- pero son los que deciden colectivamente las normas superiores por las que se rige la sociedad, los que aprueban el presupuesto del Estado o los que señalan la orientación política al Gobierno y controlan su actividad. Aunque se presenten por circunscripciones provinciales, encarnan la soberanía nacional. Son elegidos para un periodo de cuatro años y son, a su vez, los que eligen al presidente del ejecutivo para ese mismo periodo.Las elecciones generales del 12 de marzo hacen el número setenta y tres de la historia contemporánea española. Desde 1810 ha habido unos diez mil españoles que han dedicado parte de su vida a representar políticamente a sus conciudadanos, esto es, han sido diputados. Hoy la función representativa está más repartida. De hecho, durante los últimos veinticinco años de democracia ha habido casi tantas citas electorales (locales, autonómicas, europeas) como elecciones generales en toda la historia española. Hoy, además del Senado, que comparte la representación política de manera desigual con el Congreso, existen parlamentos autonómicos, el Parlamento Europeo, los ayuntamientos... pero la función esencial de representación política sigue perteneciendo -como ha ocurrido históricamente- a la Cámara baja.

El sistema democrático tiene una larga trayectoria y ha sufrido muchas transformaciones a lo largo de la historia. Ahora se encuentra, sin duda, ante una de ellas y no de las menores. Está en el ambiente la llamada crisis del parlamentarismo. Una crisis analizada por los estudiosos de la ciencia política y amplificada por los medios de comunicación y que obedece tanto a causas externas como a razones internas de funcionamiento del propio Parlamento. Por una parte, el mandato representativo de los diputados, esto es, teóricamente libre, se ve condicionado por los grupos parlamentarios, que imponen su criterio a la hora de las votaciones. Por otra, ocurre que los grupos se desdicen de los mismos planteamientos programáticos o electorales de sus partidos políticos o los ignoran, por lo que el votante se siente traicionado e indefenso.

Dentro del propio Parlamento se denuncia permanentemente un predominio excesivo de la mayoría que anula el pluralismo. Pero es consustancial al sistema parlamentario que la mayoría imponga su criterio a las minorías. Sin embargo, estas consiguen con frecuencia cambiar parcialmente los criterios de la misma mayoría. Un estudio detenido de las tramitaciones legislativas llevadas a cabo durante los veinte años de Parlamento democrático -sesenta al año de promedio- pondría de relieve la gran cantidad de enmiendas de la oposición que han sido aceptadas por las sucesivas mayorías. La cuestión de fondo es, sin embargo, otra. Hay que delimitar claramente el margen de actuación de las minorías mediante el Reglamento: los tiempos y las condiciones de sus intervenciones, su capacidad de iniciativa, la tantas veces reiterada posibilidad de constituir comisiones de investigación sin apoyo mayoritario... ése es, sin duda, uno de los grandes debates abiertos no ya en el Parlamento, sino en la sociedad española.

El poder ejecutivo ocupa cada vez más los espacios antes reservados a los otros poderes del Estado moderno. El Gobierno tiene hoy un margen mucho mayor de discrecionalidad reglamentaria y para la acción económica que el que tenía hace setenta o cien años, dejando aparte el periodo franquista. El Parlamento -esto es, la suma de Congreso y Senado que la Constitución designa como Cortes Generales- es más débil en el conjunto del aparato del Estado y tiene menos medios para controlar la acción del Gobierno. No tanto porque haya perdido los propios -que nunca los tuvo muy grandes- cuanto porque los otros dos poderes -el ejecutivo, el judicial- los han acrecentado en mayor medida. Baste pensar que el Congreso de los Diputados ha ocupado la misma sede desde 1850 hasta mediados de los años setenta de este siglo y que cuando se construyó el edificio ya se quejó el arquitecto Narciso Pascual de la pequeñez de la parcela. Las instalaciones y los medios de cualquier periódico de difusión nacional o cualquier cadena de televisión autonómica son mayores que los de la Cámara baja.

Si se leen las crónicas sobre el golpe del 23 F en la prensa internacional se percibe un denominador común: la sorpresa ante la austeridad de la sede parlamentaria española. Los Plenos se siguen celebrando en el mismo salón de sesiones en el que se celebraban hace ciento cincuenta años. Aunque parezca lo contrario, la sede neogótica del Parlamento británico, de finales del siglo XIX, es más moderna, más grande y más funcional que la del Congreso de los Diputados. Hasta la quinta legislatura (1993-1996) los diputados apenas disponían de algo más que su escaño y una cabina de teléfono para desarrollar su labor. En cuanto al siglo pasado, todavía pueden verse las cajas para los palilleros y el tintero en la primera fila de escaños del viejo salón de sesiones del Senado. Eso era todo lo que tenían para desarrollar su trabajo. Y sin retribución alguna. Obviamente, sólo los pudientes podían ser senadores. Ahora, los parlamentarios de ambas cámaras tienen un pequeño despacho en el que hay un ordenador y un televisor que les permite seguir el desarrollo de las sesiones, además de teléfono y fax.

Se dice, por otra parte, que los parlamentarios trabajan poco y, últimamente, hasta que ganan mucho, aunque se encuentren, de hecho, entre los peor pagados de Europa. Desde el restablecimiento de la democracia perciben la llamada "asignación constitucional" y, desde la última legislatura, complementos económicos en función de las responsabilidades que desempeñan. Los grupos parlamentarios en cuanto tales reciben también subvenciones para su funcionamiento.

El trabajo parlamentario en sentido estricto se produce de martes a jueves. El último presidente del Gobierno fue votado, excepcionalmente, en sábado. Es un régimen que tiene su origen en el siglo XIX, cuando los transportes eran más lentos y difíciles. En cualquier caso, la labor del diputado no termina en el Parlamento: tiene que permanecer en contacto con sus electores y los problemas de su circunscripción, que son los que le van a permitir participar en la actividad de la Cámara. Los periodos de sesiones son de febrero a junio y de septiembre a diciembre. Siempre hay un órgano activo, la Diputación Permanente, y se habilitan sesiones extraordinarias cuando son necesarias.

De acuerdo con la lógica del sistema, pocos políticos ven en el trabajo parlamentario algo más que una plataforma para alcanzar el poder. Las Cortes son una estación de tránsito necesaria en la que nadie quiere quedarse. Los diputados o senadores que no han ocupado cargos en el ejecutivo, en los ayuntamientos o en los gobiernos autonómicos son siempre escasos.

El gran cambio que se ha producido desde hace unas décadas y que afecta de manera decisiva a la función parlamentaria es el desarrollo apabullante de los medios de comunicación. La Cámara ya no tiene la exclusiva de la comunicación política. Los líderes pueden dirigirse directamente -a través de la radio o la televisión- a sus electores. Pero además, cuando suben a la tribuna buscan muchas veces más un titular de periódico que la persuasión. Porque los medios amplifican, pero también pueden llegar a anular o suplantar el debate.

Sin embargo, a pesar de que las secciones de crónica parlamentaria han casi desaparecido de la prensa española, gran parte de la información política sale de las comisiones, las ponencias y hasta los pasillos del edificio de la Carrera de San Jerónimo. La transparencia de la actividad parlamentaria es casi total, frente al resto de instituciones del Estado.

Aunque España tiene una tradición parlamentaria rica, entre 1939 y 1977 -casi cuarenta años y todavía relativamente próximos a nuestro tiempo- no tuvo más que un remedo de Parlamento. Las franquistas fueron unas Cortes en las que no se mostraba el poco debate que había, sino sólo el acto solemne de aprobación de las leyes como representación teatral anual. De la mayor parte de las comisiones -donde sí hubo una cierta discusión- ni siquiera se publicaron los diarios de sesiones. Esto ha causado un daño profundo a la imagen de la institución parlamentaria en varias generaciones de españoles del que todavía se resiente. El franquismo se ocupó de denostar muy activamente al Parlamento como escaparate del régimen de partidos, que suponía el supremo mal.

Pero el Parlamento no sólo no atiza el conflicto social, sino que hace justamente todo lo contrario: lo amortigua. Es una función que sigue vigente y va en aumento: escenificar las diferencias políticas y alcanzar acuerdos que permitan superarlas constituye, sin duda alguna, la esencia del parlamentarismo contemporáneo.

Hoy, el Parlamento ocupa un lugar central en el modelo de Estado definido por la Constitución de 1978. Es el espacio de la soberanía. Las encuestas de opinión y las jornadas de puertas abiertas avalan que no le faltan en estos momentos ni la estima ni el calor popular. Agilizar y mejorar su funcionamiento, huir por igual de la zafiedad y el tecnicismo en los debates en el Pleno, conseguir que se hable en él de lo que se habla en la calle y que en la calle se comente lo que se dice y se decide en el Congreso, convertirlo, en definitiva, en sede de la razón política, son los retos actuales.

Mateo Maciá es archivero-bibliotecario de las Cortes Generales. Acaba de publicar El bálsamo de la memoria (editorial Visor).

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