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Tribuna
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Al pelo

Desde que supe lo mal que lo tienen los candidatos calvos en España, a través de una encuesta difundida por los medios, observo con malévola atención cómo progresa la alopecia del alcalde Manzano, pero tiemblo ante la posibilidad de que el hirsuto Miguel Ángel Rodríguez sea convocado de nuevo a primera línea y arrase entre el electorado por capilaridad.Desde los tiempos de Sansón, un pelo fuerte y sano es signo de virilidad y fortaleza, lo que no quita que en la patria de Guifré el Pilós, entre nosotros Wifredo el Velloso, gobierne Jordi el Calvo, excepción que reputados ufólogos y fans de ciencia-ficción explican por el presunto parentesco del honorable con una raza de sabios batracios alienígenas amigos del Jedi de la Guerra de las galaxias, a los que también acompaña la Fuerza.

¿Serán los rizos de Ruiz-Gallardón signo de buena salud política? A cada Sansón le acecha una Dalila, y en la trastienda de todos los partidos hay rumor de tijeras y se habla de que a más de uno se le va a caer el pelo, hay mucha barba en remojo y abundan los que ven la caspa en los hombros ajenos sin reparar en la nevada que cubre sus propias hombreras.

Y eso que todavía no hay encuestas definitivas sobre barbas, bigotes, perillas o patillas. Barbas y bigotes resultan más complejos, ambiguos, mutables y contradictorios en su interpretación. Hasta hace unos años las barbas eran casi exclusivas de los progres y de los legionarios, dos grupos muy distanciados hasta que los voluntarios de las oenegés y los voluntarios del Tercio coincidieron realizando tareas humanitarias.

Hoy las barbas han superado las fronteras ideológicas. Hay barbas populares, tímidas y cultas, como la de Rajoy, y coquetas y pobladas como la de Mayor Oreja. Hay barbas compensadoras de la alopecia en el PSOE y barbas califales y rotundas como la que protege la mandíbula de Anguita.

Esta proliferación indiscriminada de barbas causó la desaparición de una consigna muy difundida hasta hace unos años entre los centuriones de los policías antidisturbios que arengaban a sus brigadas en las manifestaciones con el grito de guerra de "a por el barbas". Tal vez Mayor Oreja haya tenido algo que ver con el tema.

Si la barba es ambigua, el bigote lo es aún más, el adorno capilar más difícil de llevar con propiedad y gallardía. El bigotito recto y recortado que compartían carcas de orden y macarras de burdel es hoy una reliquia que sólo aparece como recurso cómico en los escenarios.

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El bigote con las puntas hacia arriba es propio de exhibicionistas, fatuos y artistas fuera de onda. El de guías caídas, a lo Pancho Villa, o sargento de la Benemérita, tuvo cierto auge con la guerrilla zapatista, pero tampoco es muy habitual en el paisaje.

El bigote de José María Aznar, por fin, es un bigote centrado, a medio camino de todos los bigotes posibles, ni muy poblado, ni muy fino, ni corto ni largo, ni romo, ni en punta, un modelo de equilibrio y contención que hace sospechar la existencia de un asesor capilar en el entorno de La Moncloa, un profesional esmerado y preciso en ángulos, espesores y mediciones.

Es el de Aznar un bigote neutral, un código de barras que se resiste a ser descifrado por los observadores que en vano tratan de hacer augurios a su costa como si se tratase de un barómetro: con las guías hacia abajo, depresión; levantadas, euforia; demasiado seco, mal humor; muy húmedo, tormenta verbal en el horizonte; despeinado, caos y confusión mental.

Habrá a quien le parezca que ocuparse de tales menudencias y cominerías no lleva a ninguna parte, que es cuestión frívola, trivial y de escasa enjundia.

Pero ante la falta de debates, la ausencia de ideas, el crepúsculo de las ideologías, el silencio de las mentes y el vacío que se expande en el orbe político, tal vez resulte necesario recurrir a estas supercherías y artimañas para desentrañar qué es lo que está pasando por las cabezas, lampiñas o peludas, de nuestros dirigentes, aunque no sea más que para tomar precauciones.

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