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Tribuna
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Tengo un libro en las manos MANUEL CRUZ

Manuel Cruz

Lamento no pertenecer al grupo, por lo visto muy numeroso, de los que se entusiasman ante la inauguración de grandes superficies comerciales dedicadas a la venta de libros. Me estoy refiriendo a esas superficies en las que, por mencionar el ámbito teórico que conozco un poco, los títulos de filosofía aparecen en inquietante proximidad a los de orientalismo, religión o esoterismo. Soy más bien de los convencidos de que le rinden mejor servicio a la causa de la lectura -causa con cuya defensa a todo el mundo parece llenársele la boca- aquellas otras librerías, de tamaño medio, en las que se encuentra bibliográficamente de todo, pero al mismo tiempo, por poner un ejemplo que resuma el argumento que pretendo plantear, todavía tiene sentido que uno le pida consejo al librero acerca de la novela más pertinente para leerse en vacaciones, sin correr el peligro de verse decepcionado.Ya imagino que habrá quien piense que éste es el típico planteamiento anacrónico, nostálgico de un tipo de estable-cimientos a escala humana que ya han sido declarados obsoletos por los vertiginosos cambios producidos en nuestra sociedad. Mi sospecha es justamente la contraria, a saber, que son quienes tanto insisten en adaptar las formas de llegar a los lectores a las presuntas nuevas necesidades de éstos quienes están reeditando propuestas bien poco originales, cuando no abiertamente trasnochadas -algunas de ellas comentadas y criticadas por el mismísimo Marcuse hace más de treinta años-. La sospecha, a qué engañarnos, no requiere grandes dosis de perspicacia. Sin dificultad podríamos encontrar abundantes elementos que la refuerzan. Nuestro pasado más inmediato está trufado de iniciativas culturales publicitadas como novedosas y que en realidad intentaban resucitar proyectos que en la cada vez más lejana juventud de sus promotores sí funcionaron: aquella revista de información general de lectura obligada en los setenta, aquellos libritos de formato mini y variada temática que se vendían como pan caliente, aquella colección que llegó a ser auténticamente de culto, etcétera. No tiene nada de extraño que la mayor parte de tales iniciativas se haya saldado con un fracaso, en la medida en que casi todas no representaban otra cosa que la formulación, en clave de proyecto, de lo que en realidad no era más que una añoranza.

Pero regresemos al motivo inicial para prevenir, en lo posible, malentendidos. ¿Es mejor que se abran grandes superficies como las mencionadas a que esos mismos locales los ocupen hamburgueserías, tiendas de ropa muy barata para adolescentes o cafés, invariablemente con nombre italiano? Por supuesto que sí. Pero, constatado el acuerdo, valdría la pena llamar la atención sobre el hecho de que la aceptación sin restricciones de ese orden de argumentos está en buena medida en el origen de la situación actual. En otras palabras, habría que preguntarse si determinados sistemas de intentar incrementar masivamente el número de lectores no sólo no parece que hayan alcanzado su objetivo, sino que, más aún, incluso han puesto su granito de arena en esta desafección hacia la lectura, tan característica de nuestra sociedad.

Aunque tampoco hay que descartar la posibilidad de que en realidad las propuestas que estoy criticando no pretendieran lo que declaraban, sino algo distinto. Tal vez nunca se apuntó a incrementar el número de los lectores, sino el de los compradores de libros -universos no siempre coincidentes, como saben a la perfección las editoriales de libros de venta en quiosco-. Pero la identificación entre ambos grupos se parece -supongo que nada casualmente- a esa otra identificación, tan cara a nuestros neoliberales de hoy en día, entre ciudadano y contribuyente. Y de la misma manera que, en este último caso, lo peor de todo es que se da por descontado que la vida en sociedad es un puro y simple do ut des, en el primero, la confusión de lector con comprador de libros implica desdeñar absolutamente el significado profundo de la lectura.

Habría que poner, de modo decidido y consecuente, el foco de la atención sobre esta última. Hacerlo, probablemente dejaría en evidencia la falacia, cuando no la inconsisten-cia o el fariseismo, de muchos tópicos. Porque, si la lectura es de veras lo que importa, resulta tan obvio como incontestable que en esa relación los protagonistas estelares son los autores y los lectores, debiendo asumir el resto de participan-tes (editores, distribuidores, libreros...) la condición de simples actores de reparto. Casi lo contrario, por cierto, de lo que ocurre en la actualidad, en que, en un extremo, los hipotéticos lectores han quedado convertidos en meros consumidores de cultura, en tanto que, en el otro, los autores se han visto degradados a la recién inaugurada condición de productores de contenidos. En esta tesitura, tal vez haya que plantearse si lo milagroso no será precisamente el hecho de que existan todavía autores con ánimo para escribir y lectores curiosos dispuestos a dar buena cuenta de sus textos.

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