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Juventud

LUIS MANUEL RUIZ

El de la movida nocturna es un problema que de cuando en cuando salpica las portadas de los diarios haciendo que durante un par de días o de horas la ciudadanía le dedique un trocito de sus preocupaciones, pero que después de ese breve lapso se zambulle una vez más en el olvido sin volver a asomar la cabeza por bastante tiempo. Hace más de un año que un joven apuñalaba a otro en los Jardines de Murillo de Sevilla, lo que colocó a la movida sobre el estrado y fomentó solemnes proclamas de unas y otras partes; de vez en cuando algún acto de violencia gratuita, algún callejón cerrado dentro del complicado urbanismo de la convivencia nos pone otra vez frente a la misma cuestión, y regresan los manidos tópicos de siempre. Hoy es la reciente protesta de algunos ciudadanos de Granada, que se quejan de que la diversión juvenil arrasa literalmente las áreas de recreo urbanas para llenarlas de basuras, y así los portales, bancos, arriates y aceras amanecen podridos de desperdicios, convertidos en un inmenso estercolero que almacena cuanto menos botellas rotas y vasos de plástico.

El problema que subyace en el fondo es, en efecto, un problema de convivencia, pero no -no sólo- de convivencia entre prudentes y desalmados, sino sobre todo entre estratos sociales opuestos en edad. Decía Ortega y Gasset que en un tiempo como el nuestro, que ha alcanzado tal punto de velocidad histórica, el enfrentamiento entre generaciones se volvía inevitable: no cabe solución en el hecho de que los intereses de la parte más nueva y verde del árbol de la sociedad colisionen con los de la más añeja, vetusta y tradicional, concentrada en las raíces o en la zona del tallo que sustenta la planta. Un divertido anónimo egipcio del segundo milenio antes de Cristo se queja de males parecidos a los de los vecinos granadinos de anteayer: los jóvenes han perdido el respeto a los mayores, les contestan con desvergüenza, no se avienen a trabajar como es debido, todo lo cual hace sospechar un fin próximo del mundo.

Ciertos medios y ciertas voces pretenden centrar el debate de la movida en el vandalismo: las botellonas constituyen, como los aquelarres, ocasión propicia para que bárbaros de toda índole den rienda suelta a sus instintos nihilistas, demostrando la mínima consideración que la comunidad les merece. El ruido de estas protestas acalla el verdadero problema, el que se halla en la trastienda: y es que la botellona se ofrece como única salida posible, por barata, a un joven cuya solvencia económica no le permite ir más allá cada fin de semana. El Estado y las instituciones se han dedicado desde hace mucho tiempo a fabricar juventud en masa; con el fin de sanear las estadísticas de parados, se propone la figura del estudiante eterno: cuatro años en secundaria, dos en bachillerato, cinco como mínimo en la universidad, tres de especialización si la hay. No resulta difícil dar, en semejante esquema de cosas, con un individuo de treinta años que dependa todavía para su manutención de la caridad de los padres, incapaz de independencia. Si a ello sumamos la precariedad laboral en las empresas, los sueldos limosneros y la sordera de las instituciones a las necesidades reales de los menores de la treintena, tendremos que la botellona se nos vuelve un fenómeno comprensible, casi fatal, y que no palian los telefonazos de madrugada al 061, sino medidas más socialmente comprometidas.

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