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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El Papa de todos

Los seis días del Papa en Tierra Santa constituyen uno de los mayores trabajos de caligrafía diplomática que haya realizado jamás el Vaticano, tan dado a cuadraturas del círculo geopolítico; más estimable por las condiciones de sufrimiento objetivo en las que Juan Pablo II ha peregrinado. La primera reflexión, por ello, sobre el viaje pontificio es la de que ha habido mucho de todo y para todos; que los gobernantes israelíes pueden sentirse reforzados en su particular proceso de paz, tan disciplinado, tan milimétrico, tan repetidamente firmado; pero que también la Autoridad Palestina ha hallado lo que buscaba, una parecida legitimación para su futuro Estado independiente en Cisjordania y Gaza.Juan Pablo II ha hecho todos los gestos políticos que correspondían; ha besado la tierra israelí y la palestina; ha pronunciando las doloridas palabras adecuadas en su visita al Museo del Holocausto, aunque no llegara a pedir un perdón que ya imploró recientemente en el Vaticano y que sitúa a Wojtyla como el Pontífice moderno que más ha hecho por restañar la herida abierta entre católicos y judíos; ha bendecido el proceso de paz, lo que equivale a bendecir más a los judíos que a los árabes, porque ellos son quienes lo administran con formidable economía; pero, de la misma forma, ha proclamado los derechos del pueblo palestino a una "patria", término apenas menos comprometido que el de "Estado", al tiempo que añadía que ese pueblo "ya ha sufrido bastante", con el acento cargado de impaciencia sobre el ya. El Papa no es un mediador, pero el primer viaje de un Pontífice a Tierra Santa en un cuarto de siglo confiere un valor peculiar a sus reiteradas llamadas a la tolerancia y la justicia.

Si acaso, el hecho de que el Papa haya pasado la mayor parte de su tiempo en Israel y los parajes donde la tradición cristiana sitúa la vivencia de Jesús parece que apunta a otorgar, en ese calibrado cóctel diplomático, una mínima ventaja a los propietarios sionistas del solar. Pero, como muy bien sabe el Ejecutivo israelí, el recorrido pontificio no puede plenamente entenderse sin atender a alguno de sus antecedentes inmediatos. Y el más importante es la declaración del Vaticano y la Autoridad Palestina, de 15 de febrero pasado, sobre lo que judíos y árabes llaman de consuno su "capital eterna", Jerusalén, la ciudad de alta tensión en la que Juan Pablo II acaba hoy el más deseado de sus peregrinajes. La Iglesia católica ratificaba, con ello, su posición histórica sobre el problema; es decir, el no reconocimiento de modificación unilateral alguna del estatuto de la ciudad santa, tal como fue establecido por una resolución de la ONU de 1949, en la que se proclamaba su carácter de enclave internacional, en parte para asegurar la protección de los Santos Lugares de las tres grandes religiones monoteístas: cristianismo, islamismo y judaísmo.

En la práctica, ello equivale, sin embargo, a respaldar la posición palestina, que apoya la internacionalización de los lugares votivos, junto con la reivindicación de la parte árabe de la ciudad como su futura capital, así como rebate la posición israelí que, aunque garantiza el acceso a tanta escena sacra, no admite otra soberanía que la propia sobre Jerusalén.

El Santo Padre apoya acertadamente la gran oportunidad de paz que parece abrirse hoy en Oriente Próximo, pero no lo hace, y de nuevo con toda propiedad, a ciego beneficio de inventario. La paz, está diciendo, tiene sus exigencias; alguna, como la creación del Estado palestino, ha sido en principio aceptada ya por Israel; pero otras parecen mucho menos aseguradas, como un eventual acuerdo sobre el futuro de Jerusalén, que satisfaga no sólo a judíos y árabes, sino también al cristianismo de todo el mundo. O, por lo menos, a la Iglesia que el Papa polaco encabeza de manera tan esforzadamente viajera.

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