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El filósofo y el príncipe JOAN B. CULLA I CLARÀ

Hállase el PSOE sumido en la más ardua introspección, en el más doloroso autoexamen de toda su historia centenaria. Desde la aciaga noche del 12 de marzo, cientos de cuadros orgánicos, miles de cargos electos y de militantes comprometidos se interrogan y debaten, en público o en privado, sobre las causas y las consecuencias de la severa derrota. En cuanto a las primeras, la gran pregunta es ¿qué hemos hecho mal? ¿Hubo obsolescencia o déficit de programa, o más bien torpeza al explicarlo? ¿Se desmovilizaron los votantes propios o no se supo atraer a los electores noveles? ¿Actuó el pacto con Izquierda Unida como un espantajo frentepopulista o el fallo estuvo en la desmañada campaña concebida desde Ferraz? ¿La gran equivocación fue haber minimizado la "dulce derrota" de 1996 o residió en la inopinada dimisión de Felipe, la convocatoria de las primarias y los posteriores bandazos del liderazgo? ¿Dio la talla el presidenciable, con su estigma de suplente? ¿Hubiera sido idéntico el resultado con Borrell que con Almunia? Y ese resultado, ¿obedece sólo a una coyuntura política o responde más bien a un cambio sociocultural profundo, a la generalización de las segundas residencias y de esos "ciudadanos NIF" que ha glosado con ingenio Josep Ramoneda, al agotamiento del arsenal simbólico surgido en 1968?Perplejos acerca del pasado reciente, los socialistas españoles no lo están menos a propósito del futuro inmediato. ¿Qué hacer? ¿Una renovación, una refundación, una readaptación, un ajuste fino, un ajuste de cuentas, una catarsis, la voladura del edificio o un simple revoque de fachada? Mientras unos sostienen que se está incurriendo en la exageración autocrítica, otros propugnan darle la vuelta al partido como a un calcetín y hablan de un nuevo Suresnes. ¿Se trataría de jubilar en bloque a toda la generación felipista o de poner el vino nuevo en odres viejos? En cualquier caso -se preguntan muchos miembros del PSOE-, ¿cuál es la prioridad: elegir una nueva dirección, modificar el funcionamiento interno del partido o construir una nueva cultura política para el siglo XXI? Porque hacer las tres cosas a la vez va a resultar difícil...

¡Benditos ilusos y bendita mediocridad la suya! ¿Acaso no han leído el oráculo? ¿A qué seguir especulando alrededor del 12 de marzo cuando apenas 72 horas después tuvimos todos el diagnóstico inapelable y certero sobre el fracaso de la izquierda y la receta -qué digo la receta, la panacea, el bálsamo de Fierabrás- de su superación? La tesis del filósofo es tan simple como nítida aunque, al resumirla con mis propias palabras, sin duda empañaré algunos destellos de su brillo original. El PSOE perdió los comicios, sobre todo, porque no ofreció al cuerpo electoral garantías suficientes de defender la unidad de España; porque parecía dudoso, ambiguo, acomplejado tal vez, en materia de españolidad; porque se le veía proclive a transigencias y concesiones hacia esos nacionalismos periféricos que se nutren de la trampa y del chantaje... Por eso arrasó Aznar, cuya política respecto de tales nacionalismos -y del vasco en particular- es de una firmeza inequívoca y, a juicio del filósofo, ejemplar.

En consecuencia, si el PSOE quiere recuperar lo perdido, no tiene más que realzar a fondo la E de sus siglas, trasladar el énfasis discursivo desde la pluralidad a la unidad nacional-española y pedir fraternalmente a los compañeros del PSC, a Pasqual Maragall, a Odón Elorza, a Francesc Antich y a otros periféricos, que se metan donde les quepa el federalismo, la plurinacionalidad, el ministerio de las Culturas, el pacto a la balear y otros artefactos por el estilo, culpables en último término de la reciente derrota.

Hasta aquí los juicios del filósofo y la modesta glosa que de ellos me he atrevido a hacer. Ahora bien, sería una lástima que, distraídos por el fragor de su debate interno, los socialistas españoles no prestaran la debida atención a tan sabios consejos: que, entre tantos barones, no surgiera por lo menos un príncipe dispuesto a convertir en estandarte esa filosofía política, a encabezar la transformación del PSOE en el Partido Español por antonomasia. Pero creo que podemos desechar toda inquietud, porque el príncipe existe, y se llama Juan Carlos Rodríguez Ibarra, señor de Extremadura. Barón díscolo y lenguaraz, aunque imbatible en su feudo, le avalan casi dos décadas de cruzada verbal contra esos nacionalistas catalanes o vascos que él -como el filósofo- tacha de insolidarios y rapaces, y observa con desazón que el mal ejemplo cunde en Galicia, en Canarias, en Aragón, etcétera. Por eso -y por redorar sus brillantes blasones- sentenció el otro día que, como esto continúe así y los partidos nacionalistas sigan proliferando, "este país se va a la mierda". Con lo cual quedó desvelado otro factor de identidad -además de la ideológica- entre el príncipe y el filósofo: la común afición a la escatología. ¿Acaso no advirtió éste ya hace algunos meses que, de no atender a sus recomendaciones, la "izquierda cuca" se iba a convertir en la izquierda caca?

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