Pasarela de papel
JAVIER UGARTE
Ya es primavera. Y del mismo modo que cambiamos de estación sin cambiar de tiempo, permítanme también a mí cambiar hoy de tema y de aires. Y, puesto que la arquitectura política no da más de sí por mucho que la traten de estirar en Lizarra -salvo, tal vez, la noticia de que el PP presenta a Mayor Oreja a la elección de lehendakari con serias posibilidades de salir-, permítanme algunos comentarios sobre la arquitectura propiamente dicha, ésa que se hace con hormigón, ladrillos o vidrio, y sobre la que se puede especular con base más firme. Fue feroz actualidad entre nosotros allá por 1997, a raíz de la inauguración del Guggenheim. Y fue tal el entusiasmo por ese arte funcional, que creímos por un instante poder redimirnos a través suyo. De entonces para aquí hemos visto inaugurar otros edificios y construcciones, siempre con el calificativo de "emblemáticos". Si lo son o no, el tiempo lo dirá. De momento, sólo nos queda disfrutar de ellos o padecerlos.
Si por algo se caracterizó lo realizado en los noventa en ese campo es por la avidez con la que se buscó conjugar lo que el oficio tiene de tecnología con lo que tiene de arte. En eso no se hizo sino prolongar lo que ya pretendieron este siglo los impulsores del Bauhaus, del Stijl, o, más recientemente, el tardomodernismo, de Isozaki a Venturi. El hermoso edificio de Ghery es buena muestra de ello. Pocos espacios son como él luminosos recintos para el disfrute y feria de sensualidad visual (el museo). Pero, sobre todo -y es lo que me interesa-, pocos edificios han dado a su entorno, a toda una ciudad, un carácter, una presencia como el Guggenheim ha dado a Bilbao. Pocos se han adaptado con su fuerza a lo que a esa ciudad se le supone por su pasado naviero e industrial. Pocos han representado como él su ambición, poderosa presencia que logra encarnar todo lo que una ciudad es y aspira ser al tiempo que la transforma.
El palacio de congresos Euskalduna, prolonga, en tono menor claro, la misma pretensión metalúrgica y poderosa de ciudad naviera y siderúrgica. Ambas, con lo que esté por llegar y lo que ya tenía (en lugar destacado, el equilibrado Museo de Bellas Artes), han dado a Bilbao carácter y personalidad. No ocurre otro tanto con otros edificios también llamados "emblemáticos". Vitoria ignora, de momento, el género (¿tal vez su almendra medieval). San Sebastián, por su parte, estrenó con los cubos del Kursaal un gigantesco homenaje a la masa sin objeto (con perdón; pero compáresela con el Pabellón del Agua Salada de Oosterhuis en las playas de Holanda; mimetismo y punto de inflexión). La ciudad pintoresca y veraniega no se soportaba, quería apostar por la modernidad (sic) sin saber que hacerlo hoy es hacerlo desde la memoria, subrayando y prolongando con ruptura su mejor carácter; crecer de dentro para fuera, no impostar como pudo hacerse cuando se creía en la megalópolis cosmopolita. El Guggenheim sería puro sufflé sin la memoria industrial de la ciudad y nada sería el Reichstag empaquetado por Christo sin la historia que contiene aquel edificio. La Concha y los festivales de cine y jazz lo soportan todo. También lo harán con los cubos. Pero no quería hablar hoy de ello. Hoy quería hablar de otro emblema bilbaíno que nunca llegará a ser.
Si mira usted desde La Salve hacia el Campo de Volantín, verá una línea blanca, más bien afectada, entre paredes de hollín y casas de peso. Es la pasarela de Calatrava. ¿Un arpa entre hierros retorcidos?, ¿una filigrana pastelera en medio de una sólida ciudad? Los puentes tienen una gran importancia a la hora de definir el paisaje urbano. Unen espacios y dibujan enigmáticos su paisaje con río. Se puede ver en los cuadros de Belotto sobre Dresde y el puente de Augusto, en los que queda prendido con mirada estética el clima de la ciudad. San Sebastián tiene puentes memorables. Los tiene Sevilla, donde aún puede percibirse el aire de puerto trasatlántico con el puente del V Centenario del fallecido Fernández Ordóñez (un arquitecto que pierde Bilbao) y el puente levadizo de Troyano y Manterola. Y lo tiene en grado máximo Bilbao y Portugalete con el Puente Colgante. Sin embargo, la pasarela no pasa de ser una filigrana volátil en medio de una urbe que la devora (qué diferencia con el Centro de Meyer en Ulm); Calatrava se repite y repite sin originalidad.
Tal vez usted encuentre injusto este comentario. Probablemente lleve razón; pero en el Bilbao que ve uno no tiene sitio una pasarela de papel.
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