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¿Necesita el PSOE otro Aznar? MIGUEL ÁNGEL AGUILAR

Mientras se reúne mañana el comité federal del PSOE, máximo órgano entre congresos, para habérselas con la situación en la que han quedado los socialistas después de la victoria de José María Aznar y su PP en las urnas del 12-M, la magnitud inesperada del descalabro ha terminado en diez días por dar un perfil psicológico a la crisis abierta. Durante muchos años, casi los últimos 30, los del PSOE pasaban por constituir el partido mejor articulado, hasta el punto de que sus sistemas organizativos, su disciplina, su capacidad de movilización y sus despliegues suscitaban admiración ilimitada y eran considerados el modelo inevitable a seguir si quería alcanzarse la eficiencia. Al frente de esa hueste se encontraba además un líder al que nadie regateaba carismas, que suponía un gran valor añadido, una envidia para las demás fuerzas contendientes en la competición electoral. ¿Quién hubiera pensado entonces, como Arenas acaba de decir ahora, que al PSOE le gustaría tener un Aznar? Y que se hablaría del cuaderno azul como de la pizarra de Suresnes.Desde el principio, los intentos de sus émulos de transitar por esa misma senda estuvieron condenados al fracaso. Porque en el ámbito de la política se cumple lo mismo que Clausewitz dijo sobre las doctrinas militares: que sólo pueden ser utilizadas con éxito por el propio ejército que las ha generado. De ahí que el PP, a partir de 1989, rehusara la imitación, se afanara en establecer sus propios modos, apostara por la tenacidad, hiciera un líder a partir de Aznar, sellara su alianza mediática con los juramentados que denunció Anson, buscara insaciable todas las ventajas y se desprendiera de los paralizadores complejos de la corresponsabilidad hasta lograr, al fin, la mayoría parlamentaria que hoy contemplamos. Decía Gabriel Cisneros, al recibir las felicitaciones del día siguiente, que se habían merecido la victoria. Vale. Pero, sin que nos duelan prendas, otro reconocimiento análogo debiera hacerse a favor de los demás contendientes de la competición electoral, en especial del PSOE y de IU, cuyas contribuciones al triunfo ajeno han sido también claves para el logro del resultado.

De todas formas, se impone distinguir. Una cosa es que nadie quede ileso después de cuatro años de residente en La Moncloa ni rehúse indefinidamente el carisma que se le ofrece o que estemos amenazados por el estado de saciedad del vencedor del que abominaba Elías Canetti y otra, muy distinta, que alguien se agarre a la proclama de Francisco Umbral, según la cual sólo se puede hacer buen periodismo contra el Gobierno, y deduzca que mostrarse antigubernamental garantiza sin más la excelencia profesional o literaria.

Volvamos ahora a los socialistas del comité federal que mañana han de hacer frente a las responsabilidades contraídas con sus ocho millones de votantes y con el conjunto de la ciudadanía. Veremos si además del anunciado espectáculo de ajuste de cuentas tan desagradable para el público se esfuerzan por recuperar la sintonía con los electores. Pero, entretanto, podrían avanzar con la lectura del libro Economía política de la globalización, que acaba de publicar Ángel Martínez González-Tablas en editorial Ariel. Saludarían así al nuevo fundamentalismo que nos invade, a saber: la lógica del mercado erigida en último criterio para discernir lo verdadero de lo falso, en único camino para todos, neutral y objetivo, exento de responsabilidad sobre las consecuencias que de transitarlo puedan derivarse. Lástima que, impertinentes y obstinados, los problemas siguen denunciando con su presencia la vacuidad de pretendidos éxitos, que dejan irresueltas cuestiones esenciales del mundo real. Tal vez adviertan también que más allá de la eficiencia hay valores enfrentados que postulan la dignidad de todos los seres humanos y reivindican la emancipación de las desigualdades generadas por la acción de los hombres, a través de complejas mediaciones históricas, políticas, sociales y económicas. Estábamos aturdidos por el indignado clamor contra el proceder oligárquico y la falta de democracia de los partidos políticos y ahora corresponde clausurar las divisiones internas, pero sin renunciar a los cauces de participación.

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