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La responsabilidad de Maragall JOSEP RAMONEDA

Josep Ramoneda

Un breve recordatorio de situación: el PSC ha perdido en estas elecciones un porcentaje de votos superior a la caída media del PSOE. Pero ha conservado el primer lugar en Cataluña, donde CiU ha seguido la curva descendente de los últimos años y donde el PP, aun creciendo, no ha conseguido los honores de alternativa que sí ha alcanzado en Andalucía y en el País Vasco. Con todo, a la hora de hablar de cambios, la principal diferencia entre el PSC y el PSOE tiene un nombre: Pasqual Maragall. En la persona de Maragall el PSC tiene un líder, legitimado por su resultado de las autonómicas y con una aceptación social que va más allá de las estrictas fronteras del partido. El PSOE, en cambio, navega sin timón. Ha quemado ya dos candidatos desde que se fue Felipe González (Borrell y Almunia). Da la impresión de que empieza en el PSOE un lento proceso -que todavía puede costar algún nombre más- hasta encontrar una figura que sea capaz de construirse un reconocimiento.La tradición política dice que teniendo el PSC un líder aceptado por todas sus tendencias, a éste correspondería asumir la dirección del partido. Quien tiene el liderazgo social acostumbra a ser la persona más adecuada para ejercer el liderazgo de integración. No hay mejor factor de cohesión que la fuerza de atracción que genera el poder. Cuando éste no se tiene, la confianza la otorga el líder que todos reconocen como portador de razones fundadas para conseguirlo. No hay mayor fuerza para catapultar al líder que tener a todo el partido alineado detrás suyo, sin ningún ruido que pueda difuminar o confundir los mensajes.

Con la iglesia hemos topado. Pasqual Maragall no ha sido nunca una persona dada a arremangarse en las aburridas -y a veces siniestras- tareas de cultivo y pastoreo de las burocracias partidarias. Cada cual tiene sus limitaciones: las de verdad y las que cree o quiere tener. Pasqual Maragall ha sabido hacer extensiva la creencia de que no sirve para estas tareas. Probablemente hay razones objetivas. Dirigir un partido requiere método, simplicidad y claridad. Maragall lleva la complejidad y el matiz puestos. Tiene además un deje de exquisitez que hace que sienta el marco partidario como un freno, como un mecanismo de resistencia a sus naturales impulsos. A Pasqual Maragall le gusta -y en parte es la clave de su éxito- practicar la heterodoxia controlada y coquetear con la novedad. Su querencia le incita a andar siempre un par de pasos por delante -tanto en lo ideológico como en lo orgánico- respecto a la cultura del partido, lo que explica que siempre haya preferido que fuera otro, más dotado para estos menesteres, quien manejara una organización tan enrevesada como el PSC. Pasqual Maragall trabajaba contando que tenía a Narcís Serra en la cocina, apagando fuegos, cambiando los platos cada vez que salían demasiado quemados y reduciendo las salsas que amenazaban con alguna intoxicación colectiva.

Narcís Serra deja la secretaría general sin aspavientos. Después de ofrecer a sus compañeros de dirección un análisis minucioso y objetivo de las razones que hacían difícil de sostener su continuidad. Y Maragall se siente huérfano. Siente el vértigo que le produce la cultura de aparato. El vértigo le paraliza en el momento en que debía tomar la iniciativa. Probablemente se equivoca. De Kohl a Mitterrand, de González a Aznar, los liderazgos exitosos se asientan sobre una posición hegemónica sobre su partido. Maragall parece decidido a pactar un reparto de poder. Algo que sólo acostumbra a funcionar cuando no hay tal reparto (Arzalluz es el que manda e Ibarretxe es un simple empleado, por ejemplo). Todo lo que suponga abrir la vida interna de los partidos merece consideración. Si este reparto fuera fruto de un debate democrático y abierto podría ser incluso interesante. Pero en la cultura política de este país me temo que Maragall corre muchos riesgos. Respecto al partido -donde se puede encontrar como rehén de decisiones que no controle-, pero también respecto a la sociedad. No haber impuesto su liderazgo puede hacerle aparecer ante los ciudadanos como debilitado y, de algún modo, dependiente.

Ante las dudas de Maragall, la solución que ha tomado ventaja es lo que podríamos llamar un pacto entre las dos almas del PSC, representadas por el propio Maragall (presidente) y por José Montilla (secretario general). A priori podría ser interesante. En política, como en casi todos los órdenes de la vida, es bueno que las cosas se parezcan a la realidad. Se pueden hacer muchas disquisiciones de teología política sobre las dos almas del socialismo catalán. Pero es innegable que hay sensibilidades significativamente distintas que han convivido en conflicto latente. Durante muchos años ha funcionado la convención de que el sector más catalanista y burgués del PSC debía tener la representación política del partido, mientras que el sector más popular y vinculado a la antigua inmigración debía asumir el papel de clase de tropa del partido. El liderazgo era para la cultura de Sant Gervasi y de l'Empordà aunque el acopio de votos viniera de Santa Coloma y de Cornellà, aunque los hábitos de unos y otros hayan cambiado mucho. Este esquema que pareció hecho para conseguir el poder en la Generalitat no alcanzó el objetivo y, en cambio, ganó, una a una, todas las elecciones generales desde 1977.

Los partidos son como son y los países también. Las dos almas del PSC-PSOE tienen mucho que ver con la realidad de un país, Cataluña, donde abundan las lealtades simples (a Cataluña o a España) y las lealtades dobles (a Cataluña y a España). El PSOE ha experimentado en sus carnes que España cambia y que la ciudadanía ya no es exactamente como la tenía identificada. A esta sorpresa están expuestos todos los que viven asentados en la cultura de la transición. También los nacionalismos. ¿Alguien podía imaginarse que el PP llegara a ser alternativa de gobierno en Euskadi? Las naciones no son verdades eternas sino lo que en cada momento sus habitantes quieren que sean. Al PSC corresponde la tarea de asegurar que el catalanismo no sea una simple coartada para que siempre gobiernen los mismos, sino un marco político de referencia común y cohesión social. Precisamente por ello necesita un liderazgo fuerte. Pasqual Maragall tendría que dar el paso, sin miedo a hacer convivir las dos almas. Y encarnarlas políticamente.

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