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Mérito propio, demérito ajeno SANTOS JULIÁ

En esta ocasión, las reacciones ante el triunfo del Partido Popular han sido bien diferentes a las de hace cuatro años: su victoria no es sólo inapelable, superando con cierta holgura el listón de los 10 puntos que lo separa del segundo clasificado, sino merecida y hasta -si se cree lo escrito por una parte de la prensa europea- ejemplar: es un nuevo modelo de derechas lo que ha triunfado en España. Un modelo que, en opinión de Le Monde, consiste en una mezcla de políticas sociales con la clásica receta neoliberal: mantener el gasto en pensiones, desempleo, educación y sanidad, mientras se reducen los impuestos directos, se privatizan empresas y se liberaliza el mercado.Naturalmente, no sólo a base de un programa de política económica y social se triunfa: un ingrediente principal del éxito de Aznar es el tipo de partido que ha contribuido a crear, elevado hoy a ejemplo en el que debe mirarse la derecha francesa, enferma del mal del faccionalismo. El PP no sólo cuenta con una política que funciona sino que puede presumir de una organización que ha superado dos carencias históricas de la derecha en España. Una, su irregular distribución territorial: el PP ha obtenido un resultado algo más que apreciable en Cataluña, pisa los talones al PSOE en Andalucía, lo deja atrás en Extremadura, iguala al PNV en número de diputados en Euskadi y no tiene verdadero adversario en Galicia. Otra, su tradicional fragmentación: el PP ha logrado fundir trozos dispersos de la derecha en una única organización con un liderazgo indiscutido. Por haber superado estas dos carencias, el PP es en el año 2000 lo más parecido al PSOE de 1982: si aquel PSOE puso punto final a una larga historia de frustraciones socialistas, este PP puede también, si quiere, enterrar bajo siete llaves la peor historia de la derecha española.

Buena parte de la explicación de este gran salto adelante radica en los méritos propios, pero como las elecciones son siempre una competición, también cuentan algo los deméritos ajenos. La iniciativa socialista de elegir candidato a la presidencia de Gobierno por medio de elección directa de los afiliados ha actuado al final de la carrera como una bomba de relojería colocada bajo la línea de flotación de su grupo dirigente. La forma en que la ejecutiva del partido administró su derrota ante la militancia la llevaba a un callejón sin salida: no puede ser candidato de un partido alguien a quien ese mismo partido ha negado expresamente el mandato para serlo. No se trata de las cualidades que adornan a su último secretario general, sino de una cuestión de autoridad política y moral.

Esa autoridad, muy debilitada ante sus militantes, no se reafirmó ante sus votantes con la única propuesta novedosa salida del PSOE en vísperas electorales: la unidad de la izquierda. De nuevo, una brillante apertura de juego, que por unos instantes desconcertó a los adversarios, se quedó en agua de borrajas inmediatamente que los otros jugadores dispusieron sus fichas en el tablero. Almunia permaneció indeciso, vacilante, como si no trajera pensado más que su primer movimiento, ante la respuesta de Frutos. ¿El resultado? Una decepción, no tan fuerte como para hacer cambiar su voto a 7,8 millones electores, pero lo suficientemente profunda como para dejar en casa a cerca de otros dos millones: la distancia así adquirida por el PP, más que a su avance, indiscutible pero no apabullante, se debe al retroceso socialista.

La avalancha de dimisiones desencadenada por la renuncia del secretario general revela que el PSOE, además de carecer de un proyecto político atractivo y de atravesar graves problemas de dirección, corre el riesgo de sufrir una quiebra orgánica. Hay quien echa de menos un poco de caos; en el principio fue el caos, dicen, a modo de consuelo. Y es verdad, pero del caos sólo emerge el orden cuando algún dios benévolo lo cubre dulcemente con su aliento.

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