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Jóvenes en Génova

Enarbolando una bandera española en la mano derecha y un móvil en la izquierda, los cachorros de la última camada del Partido Popular botaban por la noche a las puertas de Génova, después de haber votado durante el día a sus líderes radiantes.Se agotaron las banderas españolas, a mil pesetas las grandes y a quinientas las pequeñas; se agotaron las baterías de los teléfonos que repetían como cigarras exultantes mensajes y salutaciones, y se agotaron los minis de calimocho, también a quinientas, con los que amenizaron su primera victoria los neófitos, empeñados en romper con el mito de la rebeldía juvenil y del pasotismo imberbe, en negar la validez del tópico y envenenado aforismo "el que no es revolucionario a los dieciocho años, no tiene corazón, y el que lo sigue siendo a los cuarenta, no tiene cabeza".

Votaron con la cabeza, con la certeza, impropia de sus años, de que más vale lo malo conocido y el pájaro en la mano. Prematuramente convencidos de que lo mejor para que no cambien las cosas es no cambiar nada, ansiosos de quedarse como estaban, de seguir viviendo y votando con sus padres, financiadores de móviles y calimochos.

A ellos les va bien y nadie tiene derecho a aguarles la fiesta del sábado por la noche. Las nuevas generaciones cumplieron con el precepto dominical, el rito laico de las urnas, sin dejarse llevar por la resaca sabatina. Cumplieron con sus obligaciones filiales, correspondieron al implícito pacto de no agresión con sus mayores; no más luchas generacionales entre esta juventud claudicante que ha abdicado gustosamente de su independencia a cambio de la seguridad del nido familiar para minimizar riesgos y optimizar su calidad de vida.

Álvarez del Manzano compareció eufórico en el balcón y bendijo a su parroquia, que entonaba como jaculatorias consignas deportivas y mantras taurinos: "¡Campeones, oé, oé!" y "¡torero, torero!".

El diestro Aznar y su cuadrilla resplandecían, benévolos y paternales, con la íntima confianza de que sus votantes neonatos seguirán manteniendo, cuatro años más, la inocencia, la pureza de espíritu imprescindible para comulgar con ellos y depositar en sus manos las decisiones de la política, esa materia tan aburrida, incomprensible y compleja que tanto parece entretener a los mayores, casi como el fútbol, los toros o los asuntos de la prensa rosa.

Dejadnos hacer es el lema de los liberales. Dejadnos hacer, porque vosotros no entendéis nada de esto, y si lo entendierais, no os iba a gustar. Los jóvenes sensatos y centrados votan con sus papás como estómagos agradecidos. Los jóvenes rebeldes y descentrados se abstienen, unos para no participar en un juego que saben viciado de antemano, otros porque las orejeras del walkman les han dejado sordos para escuchar la monocorde letra de la salmodia electoral.

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Resultaba difícil entusiasmarse con los candidatos de la izquierda, dos líderes de circunstancias, Almunia, el modesto sparring con una derrota en las primarias de su propio partido como dato más relevante del palmarés, y el honrado Frutos, suplente perpetuo aupado al podio por la baja médica de Anguita. Ni siquiera ellos parecían convencidos de sus posibilidades y supieron transmitir su inseguridad a la clientela, que ante la inminencia de la derrota prefirió aprovechar la bonanza meteorológica y marcharse al campo.

Viendo a Manzano relamerse de gusto en el balcón de Génova, un infiltrado de acreditada filiación izquierdista, perdido en el festivo y lúdico marasmo de una victoria que era su derrota, profirió un grito extemporáneo que no fue coreado por las masas: "¡Viva Matanzo!".

En su fuero interno, tomado por la decepción y el rencor, el infiltrado soñaba con aquel azote exterminador de movidas nocturnas y le veía disolviendo a latigazos, por razones de orden público, a las turbas de mini y calimocho que celebraban una orgía tumultuosa y no autorizada cortando el tráfico y perturbando el descanso nocturno de los ciudadanos. Con un concejal como Matanzo dándoles caña todas las semanas, a lo mejor empezaban a ver las cosas de otra forma, pensó el amargado y se fue a su casa a releer a Maquiavelo.

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