Se acabó la diversión
"Se acabó la diversión, llegó el Comandante y mandó a parar". Durante toda la noche del pasado domingo se alojó en mi cerebro este estribillo. Ya sé que puede parecer fuera de lugar el recurso a una canción revolucionaria cuando la gran derrotada en estas elecciones ha sido la izquierda. Pero no consigo quitarme de la cabeza la idea de que los resultados de las elecciones del domingo van a obligarnos a todos a tomarnos en serio una serie de cuestiones de fondo que, en mi opinión, han venido siendo soslayadas desde los inicios de la transición democrática. Se acabó la diversión. La política en España y en el País Vasco va a tener que ser, a partir de ahora, una cosa muy seria. Se acabó la diversión, en primer lugar, para la izquierda española. Éstas han sido las elecciones de la autocomplacencia, y la autocomplacencia siempre se cobra su precio. Creo que era Francisco Umbral el que escribía, días antes del aznarazo, que la derecha no vota, que la derecha va a misa o pasea, pero que no vota. ¡Vaya si vota! La derecha española actual es una derecha moderna, democrática, que conoce perfectamente el valor de las elecciones.
Quien no parece haberse enterado ha sido la izquierda, confiada en la idea de que "España es de izquierdas" y de que, por ello, bastaba con "generar ilusión" para que el electorado diera la espalda al Partido Popular. Pero si su objetivo era ilusionar y movilizar a un electorado progresista desencantado, la unión PSOE-IU ha sido un fracaso. Una unión que ha tenido de alianza política lo que los televisivos emparejamientos del famoseo tienen de relación afectiva.
Nació como una OPA hostil basada en el más que cuestionable principio del "quítate tú pa ponerme yo", creció como un regateo de zoco y ha muerto como un desesperado intento de frenar mediante la aritmética electoral a un PP cada vez más crecido. Al contrario que la derecha, la izquierda nunca se ha construido mediante la unión orgánica. Y es sabido que todas las escisiones en la izquierda se han realizado en nombre de la unidad. La izquierda se conjuga siempre en plural.
Un plural, evidentemente, que no se convierta en confusión y en competencia; un plural que genere acuerdos en torno a proyectos, no un plural que se anquilose en disputas cainitas sobre quién es más puro. Y otra cosa: aunque es cierto que sigue habiendo en España un voto de izquierda mayoritario, movilizable electoralmente en próximos comicios, es una izquierda para la que la ideología aparece como una variable más a la hora de votar, pero que no está, en general, dispuesta a grandes renuncias o a grandes apuestas en nombre de esa ideología. Esta es una razón más para reivindicar la fecundidad de la izquierda plural, en la que convivan críticamente el realismo político y el impulso utópico.
Se acabó la diversión también para el nacionalismo vasco democrático. Una opción política que ha gobernado y gobierna el País Vasco con indudable éxito no puede pretender movilizar al electorado despreciando lo hecho durante tantos años y apostando por un futuro improbable construido en comandita con aquellos que amenazan su presente. Muchos ciudadanos vascos sólo han visto en el nacionalismo incertidumbre y riesgo. Será o no justo, pero así es.
Estas elecciones han certificado definitivamente la existencia de dos nacionalismos vascos: un nacionalismo organizado en derredor del principio de realidad y otro instalado exclusivamente en el rechazo de lo existente. Nada de combinar realismo y utopía, sino confrontación abierta entre ambas. La abstención propugnada por HB ha sido un colectivo dar la espalda a la realidad del País Vasco. Por eso el País Vasco se ha volcado en el apoyo a lo existente y a quienes con más claridad lo representan: el PNV y el PP. Pretender mantener unidos estos dos nacionalismos es una tarea imposible. El nacionalismo vasco radical se ha extraviado por los caminos de la ensoñación política. Quien no sueñe sus sueños no podrá acompañarle. Pero sus sueños adquieren forma de pesadilla para la mayoría de la sociedad vasca.
Por último, se acabó la diversión también para el Partido Popular. Más allá de su dimensión procedimental, la democracia precisa de la competencia política. Tan es así, que una democracia sana no puede subsistir con sólo dos partidos con posibilidades de gobernar. El bipartidismo puro acaba por convertirse en un aburrido movimiento pendular cada vez menos energético, que acaba detenido en un centro siempre igual a sí mismo. La crisis actual de la democracia tiene que ver, precisamente, con la práctica desaparición de esa competencia entre fuerzas políticas capaces de articular futuros distintos de la simple prolongación del presente. Aunque es verdad que han sabido recuperarse en otras ocasiones, tengo la impresión de que esta vez el golpe ha sido demasiado duro para la izquierda a la izquierda del PSOE. Ha dejado a IU sin posibilidad alguna de hacer el papel de esa tercera opción que interfiera en el cadencioso movimiento del péndulo bipartidista, generando con su acción trayectorias imprevistas y novedosas. Al menos a medio plazo.
¿Pueden las fuerzas nacionalistas convertirse en ese tercero político? Porque lo cierto es que el triunfo del PP se ha visto acompañado de una agudización de las reivindicaciones nacionalistas o, cuando menos, localistas. Es cierto que CiU y PNV no son exactamente lo mismo, mucho menos el Partido Andalucista o la Chunta Aragonesista; pero no es menos cierto que nunca antes había habido un Congreso con tantos escaños (33) representando reivindicaciones subestatales. Es un indicador probable de una nueva dinámica centro-periferia que podría acentuarse conflictivamente si el PP no tiene en cuenta la realidad de una cada vez más articulada política de la identidad sobre la que no puede hacer pasar, sin costes para todos, el rodillo de su aplastante mayoría.
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