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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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El galope del búfalo SERGI PÀMIES

Coluche era el apodo de Michel Colucci, el actor conocido, además de por su humorismo irreverente y gamberro, por presentarse como candidato a la presidencia de la República Francesa en 1980. Su estilo, que irritó a sus detractores casi tanto como entusiasmó a sus seguidores, queda reflejado en estas dos breves muestras de su arte: "Nunca conduzco borracho. Por lo menos, que yo sepa" y "De todos los que no tienen nada que decir, los más agradables son los que se callan".En 1986, Coluche murió conduciendo una Honda-1100 y calló para siempre, aunque le quedaban muchas cosas por decir. Pocos meses antes había terminado su relación con Fred Romano, la mujer con la que compartió sus últimos y turbulentos años. Fred Romano acaba de contarlo casi todo en una novela titulada Le film pornographique le moin cher du monde (La película pornográfica más barata del mundo).

Pues bien: Fred Romano vive en Barcelona. Aunque aquí se llama Federica Michot, el nombre que utiliza para organizar, en colaboración con el CCCB, el Flyer Center BCN, espacio virtual de Internet "portavoz de los valores estéticos y comunicativos contemporáneos" (http://flyercenter.cccb.org). A veces, sin embargo, Fred Romano-Federica Michot se convierte en Antonia Macachete, "una fotógrafa picante e incontrolable". O en Joana Sans, "una catalana discreta de momento, diseñadora de ropa interior sexy fabricada con material reciclado". O en Teraie Alta, "mi otro yo al otro lado del mundo, en Polinesia", según ella.

Todos estos seres tienen en común el hecho de encarnarse en una sola mujer nacida en Francia y que, de niña, vivió en España. "Mi padre, una persona muy secreta, nos trajo aquí. Estuvimos en Salou,Peñíscola, Valencia, Barcelona... Fui tremendamente feliz. Yo no iba a la escuela. Estudiaba por correspondencia y, de vez en cuando, me examinaba una tutora". A los 11 años regresó a Francia y, a pesar de que le repetían que aquel era su país, lo pasó fatal. "Pasé de un país sin barreras afectivas a otro con códigos distintos y, para mi desgracia, tuve que ir a la escuela". La adolescencia dejó su huella en forma de silencios y un deseo de movimiento perpetuo, quizá para acallar experiencias tan duras como una breve estancia en una cárcel griega y otras todavía peores y más difíciles de superar. "El búfalo es mi signo del horóscopo chino y cuando alguien agita una tela roja ante mis ojos, me resulta difícil no embestirla".

Así, embistiendo al azar, conoció a Coluche. Ella tenía 19 años y compartieron, como primer nexo de una intensa unión, el proyecto de hacer la película pornográfica más barata del mundo realizada gracias a las aportaciones de exhibicionistas anónimos. La película no se hizo pero sirvió para que Colucci y Romano vivieran los principios de los años ochenta en una montaña rusa en la que las drogas, el sexo, la política, el radicalismo y el cine electrificaban un París insomne y peligroso. "Los que admiraron a Michel no se dan cuenta del bien que les hizo. Con su candidatura demostró que no hacía falta ser respetable para ser político y que muchos no eran tan respetables como se suponía".

Cuando se separó de Coluche, en 1985, Fred -o Federica, o como demonios se llame- quería empezar de nuevo, encontrar su sitio. "Me refugié en algunos parques naturales españoles con un amigo. Practicamos cierto autismo salvaje, pescando, cometiendo pequeños hurtos para poder comer". Esa huida duró un año. Luego Fred dirigió sus pasos hacia el arte y colaboró con el pintor François Morllet. Del frenesí de los años locos pasó a largas temporadas de introspección en las que la meditación sustituyó a la adicción al movimiento. De regreso a París, colaboró con diferentes medios de comunicación. "Acudía a las exposiciones y luego transcribía los diálogos que la gente mantenía delante de los cuadros, que, sólo a veces, tenían que ver con el arte". También publicó sus primeros relatos y algún que otro artículo contra el trabajo, "una forma moderna de esclavitud". Hace unos siete años, decidió venirse al sur y recaló en Barcelona. Su primer trabajo: echadora de cartas en el bar Marsella. Desde entonces, ha permanecido entre nosotros bajo alguna de sus múltiples identidades, ganando un premio internacional de relatos, vendiendo objetos de diseño inverosímil, haciendo exposiciones de fotografías (sobre, por ejemplo, palomas muertas) o apasionándose por Internet como medio para desarrollar iniciativas culturales y artísticas.

Enemiga de la estabilidad, sabe que, en cualquier momento, puede aparecer otra razón -una más- para dejarlo todo y volver a empezar. Ahora aprende a disfrutar del éxito de su libro (en el que, entre otras muchas cosas, cuenta cómo se fumó en porro en presencia de un incómodo François Miterrand), insiste en reclamar la legalización de la marihuana y ultima el que será su próximo libro. "Será una novela histórica en la que los protagonistas son la Barcelona y las Baleares de principios del siglo XVIII pero también las actuales", dice. Y amenaza: "También será autobiográfica". Y, tras las gafas negras, uno puede adivinar la expresión de unos ojos que, pese a haberse deslumbrado muchas veces, se niegan a dejar de mirar hacia el sol.

Vicens Gimenez

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