El cielo en el arroyo
Sobrecogedor, absolutamente sobrecogedor. El barítono alemán Matthias Goerne y el pianista también alemán Eric Schneider bajaron ayer en el Teatro de la Zarzuela el cielo del arte al arroyo con una interpretación memorable de La bella molinera, de Schubert, en la más pura esencia del lied, es decir, aquella en que la palabra, el piano, el canto, los acentos, el sentido musical del texto y el valor poético de la melodía se fundían en cada momento en una amalgama de sensibilidades.Goerne y Schneider plantearon La bella molinera desde la naturalidad, desde la sencillez, contanto desde el canto, cantando desde el piano. La perfección que mostraban en su conjunción era, en primer lugar, de signo rabiosamente humano. Decía Brigitte Massin que este ciclo schubertiano si se interpreta en la tesitura original para tenor desprende "una impresión de conjunto más vulnerable, más sensitiva" que cuando se afronta por un barítono. "La inocencia resulta más dolorosamente traicionada, la ternura más trágicamente rechazada".
VI Ciclo de Lied Matthias Goerne (barítono), Eric Schneider (piano)
Franz Schubert: Die schöne Müllerin D.795 (La bella molinera). Fundación Caja Madrid, Teatro de la Zarzuela, 10 de marzo.
El recuerdo de Peter Pears con Benjamin Britten y, más recientemente, el de Ian Bostridge con Graham Johnson, pueden condicionar la percepción quebradiza de un romanticismo incipiente.
Goerne y Schneider sortearon todo tipo de vinculaciones tímbrico-estilísticas con una línea de canto, un fraseo y una intencionalidad directa, sin ningún tipo de retórica, pegados en todo momento a extraer hasta el último suspiro la poesía de Wilhelm Müller, su mundo ingenuo pero en todo momento evocador de un sentimiento colectivo que define artística y musicalmente un periodo histórico.
Emoción contenida
Se desprendía en cada lied una sensación de cercanía, de proximidad, de humanidad, de compenetración palabra-música. Este sentido de contar se hacía además recreándose en el placer de la melodía, en la musicalidad del idioma, en la belleza desnuda del canto. Los contrastes eran acusados de una a otra canción. El tiempo se detenía en cada verso, flotaba ante la delectación de cada frase, de cada sílaba. Goerne apoyaba su mano derecha casi continuamente en un piano que parecía suministrar toda la sustancia del canto; Schneider respiraba con él y enfatizaba con levedad aquellos terrenos a los que la voz no llegaba. Era una emoción contenida que resplandecía en cada sonido y se multiplicaba en cada silencio. Porque desde el silencio, desde el correr del tiempo, fluía la música con una intensidad irresistible.
La facilidad de Goerne y Schneider ayudaba, desde luego, pero no era el de ayer un recital en el que los valores de ejecución estuviesen en primer plano, aun siendo cantante y pianista impecables en este aspecto. Lo que saltaba con una fuerza avasalladora era el sentido artístico, el buen gusto, la emoción del canto puro, la ausencia de artificio, el corazón sustentado en la inteligencia creadora. Estremecía Schubert, desde luego, pero también una pareja de intérpretes en plenitud, atentos sobre todo a desvelar la profundidaz de la palabra cantada y volcados en compartir con el público una experiencia de amor a la vida a través de la música.
Fue un recital excepcional, una sacudida emocional, un puñetazo en el cráneo, como decía lúcidamente un espectador al salir de la sala. Será difícil de olvidar la tarde de ayer en el Teatro de la Zarzuela. Sin grandes fastos, sin gran aparato, únicamente con Schubert, una voz y un piano, la música mostró ayer toda su verdad, todo su misterio, todo su calor. Sobrecogedor, absolutamente sobrecogedor.
Babelia
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