Elecciones y nacionalismos periféricos
Unas elecciones que tienen un claro ganador, ¿podrían dar todavía una sorpresa? Pese a no haberse producido el vuelco que la izquierda esperaba del acuerdo PSOE-IU, ha sido sin duda uno de los factores que más ha incidido en la campaña, y puede que también lo haga en los resultados, al menos en los de IU. Que Joaquín Almunia se haya atrevido a dar un paso de tal envergadura deja claro que no ha aceptado el papel que se le había asignado de ave de paso, destinado a encajar una derrota irremediable. Por lo menos ha demostrado que es hombre que no se rinde sin pelear. El que convocase a destiempo unas primarias, para él tan desgraciadas, puso de manifiesto que, lejos de conformarse con el dedazo, si se me permite el mexicanismo, trató de adquirir la legitimidad que necesitaba para iniciar la renovación. Me explico: su predecesor, señalizando una vez más la idea tan peculiar que tiene de la democracia, no anunció con la debida antelación que no iba a presentarse a la reelección, con lo que, sin tiempo para que pudieran surgir candidatos, tuvo las manos libres para imponer al que quiso. Renovación que, paradójicamente, frena el triunfo de Borrell, al ponerse a las órdenes del aparato que había hecho todo lo posible para que saliera derrotado.Almunia cierra el pacto de manera precipitada, estremecido por los datos que debieron llegar a su mesa, después de que han sacado de las listas tanto a los borrellistas, que lo hubieran apoyado si el pusilánime de Borrell se hubiera atrevido a proponerlo, como a Izquierda Socialista, que lo había defendido con tesón desde 1993, sin conseguir más que sonrisas de conmiseración de los mismos que hoy lo aplauden. Un pacto que entierra dos decenios de lo que se ha dado en llamar "autonomía del proyecto socialista", es decir, de restringir a la esfera municipal la colaboración con la órbita comunista. "Autonomía" que era indispensable, sin ella los socialistas no hubieran llegado al poder en 1982, en un mundo en el que las políticas nacionales estaban intervenidas por la guerra fría.
Cuaja el pacto cuando la izquierda, como alternativa real al capitalismo, ha desaparecido por completo y el comunismo no es más que un residuo folclórico. Claro que de no haber sido así, el pacto no se habría producido. Ello no quita méritos a Almunia: no es fácil desprenderse de los ídolos del pasado, por caídos que parezcan. Saltando por encima de prejuicios, desencuentros y malentendidos, hizo lo que tenía que hacer si quería tener la menor oportunidad de ganar las elecciones.
En cambio, nadie podía esperar que IU pusiera la menor dificultad; desde que existe, no ha cesado de pedir un acuerdo entre comunistas y socialistas, la tan traída y llevada unidad de la izquierda. Si se refugiaba en lo de "programa, programa" era porque, ante los continuos desaires de los socialistas, no tenía otro medio de salvar la cara. Con todo, un punto en las negociaciones me llamó poderosamente la atención. Ante la petición de que renunciase a presentar candidatos en las 34 provincias en las que nunca habían sacado un diputado, IU parece que replicó que mejor ir en listas conjuntas en todas las circunscripciones, sin duda la forma óptima de traducir los votos en escaños. Dado que la ley electoral prohíbe que los partidos que se presentan en las mismas listas puedan luego formar grupos parlamentarios distintos -y lo saben bien los socialistas catalanes, que lo padecen-, que el PSOE se echase atrás ante la posibilidad única de absorber a IU en sus filas se explica desde una visión a cortísimo plazo, qué guirigay se hubiera montado si hubiera habido que abrir huecos en las listas para meter a los de IU, pero a mediano plazo nadie negará que el PSOE, al perder la ocasión única de fagocitar a la competencia, dio muestras de una altísima irresponsabilidad. Se dirá que fue un farol de los negociadores de IU, que de haberlo aceptado el PSOE, no lo hubieran refrendado los órganos de la coalición; ningún partido político estaría dispuesto a suicidarse. Siempre hubiera cabido justificar tamaño sacrificio en aras de la unidad de la izquierda.
Cogido por sorpresa y sabedor de que el pacto cercenaba sus posibilidades, el PP empezó equivocándose al sacar del desván el fantasma del comunismo. Aparte de que a estas alturas ya no asusta a nadie, este discurso le deslizaba a posiciones desfasadas de la vieja derecha, esa sí, anticomunista por antonomasia. Luego han sabido evitar las formas más gruesas de anticomunismo, que les alejaban del tan ambicionado centro, pero no han podido renunciar a seguir manejándolo, aunque sólo fuera de manera subliminal. Y, sin embargo, la campaña ha puesto de manifiesto que la antítesis izquierda-derecha ha perdido gran parte de la eficacia que tuvo en el pasado, y no basta con denunciar al PP como el partido de los poderosos, que sirve tan sólo a los amigos, para desplazarle del primer puesto, con una distancia de cerca de cuatro puntos que, con nuestra ley electoral, supone una diferencia considerable en el número de escaños. Pese a que una buena parte del electorado se mantenga visceralmente de izquierda o de derecha, sin concebir que pueda saltar a la otra orilla -todo lo más, si la frustración le resulta insoportable, pasarse a la abs-tención-, lo cierto es que cada vez menos gente cree en las grandes diferencias que existirían en política económica y social entre las dos grandes opciones.
Nos hallamos en un ciclo largo de supremacía de la derecha, manden los conservadores o los socialdemócratas, y no es fácil de formular una política claramente de izquierda que no fuera la repetición de las fracasadas en el pasado y, además, si se lograra, no es seguro que reportase muchos votos. A falta de alternativas creíbles, la tentación es recurrir a la demagogia más directa y elemental, como ofrecer a los pensionistas con rentas más bajas un regalo de 28.000 pesetas en las primeras semanas de gobierno socialista, propuesta que la Junta Electoral tendría que juzgar si no se trata de un intento de compra de votos y, para mayor escarnio, a cargo del erario.
Efectivamente, el 12 de marzo no implica la confrontación de una alternativa de izquierda a una de derecha, ya que, gane quien gane, no se producirán, como es normal en nuestro entorno, cambios sustanciales en política económica y social. En este punto, España ha adquirido la estabilidad propia de un miembro de la Unión Europea. Y, sin embargo, no deja de tener su fondo de verdad la impresión ampliamente difundida de que es mucho lo que nos jugamos en el envite. Por lo pronto, una victoria del PP lo fortalecería de tal forma, que bien pudiera seguir gobernando al menos tanto o más años de los que gobernaron los socialistas, lo que para los dirigentes que estuvieron en el poder y han logrado mantenerse en la oposición, supondría haber llegado al final de trayecto. De mayor relevancia para el resto de los españoles es que una nueva derrota de los socialistas tal vez contribuya a hacer factible la renovación de la que a veces tanto se habla, y otras ni siquiera se menciona, pero que
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Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología.
Elecciones y nacionalismos periféricos
Viene de la página anterior hasta ahora han logrado aplazar indefinidamente.
El problema más grave que tiene la España de hoy no se plantea ya en la confrontación de dos sistemas socioeconómicos y, desde luego, nada tiene que ver con un choque frontal entre la izquierda y la derecha, sino que, como es público y notorio, consiste en el encaje de vascos y catalanes en el Estado español. En el campo socioeconómico hemos hecho progresos inmensos en los últimos 20 años; en la integración en un modelo de Estado satisfactorio para todos, aun reconociendo el enorme avance que representa el Estado de las autonomías, quedan todavía tantos flecos por recortar que el futuro de esta España que va bien, paradójicamente, es harto incierto. De los conflictos que nos atormentaron en el pasado, unos se han resuelto, otros se han evaporado: la cuestión agraria (el peonaje en el campo se recluta entre los inmigrantes), el clericalismo (España ha dejado de ser católica sin que apenas nos hayamos enterado, tan poco nos importa el tema religioso), el militarismo (ha desaparecido hasta el servicio militar, entre otras razones porque la juventud se había declarado insumisa), pero ahí está abierta, como si estuviéramos en el siglo XIX, la cuestión nacional, mejor dicho, las varias cuestiones nacionales. La única escisión que hoy cuenta es la que se produce entre los partidarios o los críticos de las distintas formas de nacionalismo. De ahí que la cuestión principal que incide en estas elecciones, algunos sentimos mucha vergüenza cuando lo tenemos que explicar a los de fuera, es la de los nacionalismos periféricos. Como es la cuestión de mayor peso, ha permanecido en el fondo, sin apenas llegar a la superficie.
CiU ha sido la que más ha perdido con el pacto entre socialistas y comunistas. Gobernando con un escaño más que la oposición, y ello, gracias a los votos del PP, se ha quedado sin la posibilidad ideal de poder en la próxima legislatura negociar con dos partidos a la vez la gobernabilidad del Estado. No le queda más que hacerlo con el PP si, como se espera, resulta vencedor, pero desde una posición de mayor debilidad, al depender en Cataluña de los votos populares. Si la coalición PSOE-IU diese la sorpresa, ya se encargarían los socialistas catalanes de que no se llegase a pacto alguno con CiU. A los que más ha beneficiado el acuerdo PSOE-IU es a los socialistas catalanes, a punto de conquistar la Generalitat, con lo que es fácil imaginar quién hubiera podido estar en el origen de la iniciativa.
Al comienzo de la campaña, Almunia empezó exigiendo que Aznar dijese con quién iba a coaligar, él ya había dicho claramente que con IU, con la esperanza de conseguir el voto de aquellas personas conservadoras o de centro en las que la hostilidad al nacionalismo catalán fuera mayor que el miedo a los rojos. Pronto quedó claro que el anticatalanismo implícito de los socialistas podría resultar tan contraproducente como el anticomunismo de los populares. Con los mejores resultados, PSOE-IU no podrían gobernar sin los votos de los nacionalistas del Bloque Gallego y del PNV. Esta posibilidad convirtió a Arzalluz en un monstruo a los ojos del PP, mientras que el PSOE tenía que permanecer callado: hablar a favor de Arzalluz quita muchos votos y hacerlo en contra podría llevar a la ridícula situación del PP hace cuatro años de tener que negociar luego con el partido al que se le ha criticado duramente en la campaña. El dilema real que se presenta en estas elecciones no es que la izquierda sustituya a la derecha, sino que continúe Aznar, apoyado por un Pujol mucho más debilitado, gobierno del que conocemos virtudes y defectos -con el paso del tiempo disminuyen las primeras y aumentan los segundos-, o el experimento de un Gobierno de Almunia, con el apoyo de Arzalluz, que nadie sabe qué resultado daría en el País Vasco. Arzalluz ha perdido su primer intento, harto arriesgado, de asumir posiciones más abiertamente independentistas a cambio del cese de la violencia, Pacto de Estella, y no parece muy seguro que el próximo día 12 consiga su segundo objetivo, un nuevo presidente en Madrid que reactive el proceso de paz en Euskadi.
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