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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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¿Qué fue de Robin Maugham? MERCEDES ABAD

Siempre me ha sorprendido la cándida confianza con que algunos dejan el juicio de una obra en manos de la posteridad, como si no supieran lo antojadiza, arbitraria y desaprensiva que se muestra a veces esa dama. La posteridad ha permitido, por mencionar tan sólo uno de sus incontables desmanes, que Asurbanipal, también conocido por el nombre griego de Sardanápalo, pasara a la historia como el heroico rey (miren, si no, el hermoso cuadro de Delacroix titulado La muerte de Sardanápalo) que durante la caída de Nínive incendió su palacio y sus bienes y se arrojó a las llamas para no caer en manos del enemigo. Pero la realidad nada tiene que ver con esta leyenda. Asurbanipal, el monarca asirio a quien le debemos la biblioteca más antigua descubierta hasta ahora, murió de viejo unos cuantos años antes de que los medas tomaran Nínive. Quien al parecer sí se arrojó a las llamas del palacio real fue su hijo, un reyezuelo tan débil e insignificante que no sólo casi nadie recuerda ya su nombre, sino que hasta la posteridad se atrevió a mofarse de él despojándolo de su único gesto épico y memorable para atribuírselo a su célebre papá. Moraleja: encima de cornudo, apaleado. Para que luego digan que la posteridad, esa alegre productora de cuentos crueles, es el mejor de los jueces.También Robin Maugham, segundo vizconde de Hartfield y sobrino de William Sommerset Maugham, pertenece al nutrido club de los apaleados por la posteridad. Y eso que el pobre tampoco tuvo mucha suerte en vida que digamos. Cuando, en 1948, publicó The servant, una novela en la que despellejaba a la sociedad británica de la época, su padre debió de verse retratado y, siguiendo la tradición de furibundos padres británicos establecida por el progenitor de lord Alfred Douglas (el amante de Oscar Wilde), denunció la obra por obscena e hizo lo posible por eliminarla de los archivos planetarios aunque, por fortuna, fracasó en su empeño. Inasequible al desaliento, el propio Robin haría años después una versión teatral, también titulada The servant, que se estrenó en Londres con notable éxito de crítica y público y de la que su autor aseguraba estar más satisfecho que de la novela. Fue entonces cuando a Joseph Losey se le ocurrió llevar The servant al cine con un guión de Harold Pinter, que al parecer se basó en la novela, y no en la pieza teatral, para su adaptación.

No hace falta ser el oráculo de Delfos para adivinar el resto de la historia. Como tantas veces ha sucedido desde que el cine vampiriza la literatura, el clamoroso éxito de la inquietante película de Losey, considerada de forma casi unánime como su obra maestra, consiguió eclipsar al bueno de Robin Maugham y sus obras, hasta el punto de que hoy en día la mayor parte de la gente le atribuye a Pinter la paternidad del invento, de la misma manera que la posteridad amañó la partida para que Asurbanipal, sin saberlo ni pretenderlo siquiera, le robara a su hijo su gesto más desesperadamente bello, tal vez su único rasgo de grandeza.

Viene a cuento todo esto porque Robin Maugham cuenta ahora mismo con una excelente oportunidad para desquitarse de los desplantes de la esquiva posteridad. Fascinado desde que vio la película en el cineclub de Ciutadella, el actor Blai Llopis se enteró hace unos años de la existencia del texto teatral de Maugham y se propuso llevarlo a la escena. La empresa no ha sido fácil, porque todas las obras de Maugham están agotadas, incluso en Inglaterra, y conseguir el texto (a través de un librero londinense que, a falta de libro, tuvo la amabilidad de mandarle fotocopias de sus archivos) fue un trabajo de chino empecinado. El resultado de tanto esfuerzo está ahí: hasta el próximo domingo, El criat, esa honda y perturbadora metáfora de la lucha de clases, puede verse en el Mercat de les Flors, traducida por Salvador Oliva, con dirección de Mario Gas, Blai Llopis en el papel del sirviente y Marc Martínez como el amo. Si, además, tenemos en cuenta que Edicions 62 se ha sumado a la iniciativa de Llopis con la reciente publicación de la traducción de Oliva, entonces no queda la menor duda de que este doble desquite de un autor injustamente olvidado cobra visos de reparación histórica.

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