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El cura Llidó

MANUEL TALENS

En un viejo disco de vinilo que guardo por algún rincón de mi casa, la voz insumisa de Atahualpa Yupanqui interroga a su abuelo: "¿Dónde está Dios?", y éste le responde: "Nunca vi a tan importante señor... porque come en la mesa del patrón". Con esta hermosa metonimia, mediante la cual concede carácter divino a los que de verdad comparten mantel con los poderosos -es decir, los curas-, el gran indio argentino ponía el dedo en la llaga de lo que ha sido siempre la Iglesia católica: una aliada fiel de quienes detentan la riqueza.

¿Siempre? Bueno, la verdad es que no. Por fortuna hay excepciones (pocas) que confirman la regla. Camilo Torres o Ernesto Sandoval son dos curas de América que alteraron dicha tendencia. Otro, muy cercano a nosotros, también. Me refiero a Antonio Llidó.

Ahora que está todavía reciente el enjuague del ministro Jack Straw, que ha permitido el regreso de Pinochet a Chile con el fin de salvaguardar las inversiones comerciales inglesas en dicho país, no viene mal que desde estas líneas recordemos a Llidó, una de las víctimas españolas -de Xàbia (Alicante), por más señas-, que forma parte de la legión de desaparecidos de la dictadura pinochetista.

La editorial valenciana Tàndem, administrada por un grupo de mujeres entusiastas, al frente de las cuales está Rosa Serrano, publicó hace poco el libro Antonio Llidó. Epistolario de un compromiso, que les recomiendo vivamente a ustedes. Se trata de una breve semblanza de su actividad pastoral en España y en Chile, seguida por las numerosas cartas que fue escribiendo a su familia, amigos y alumnos, más toda una serie de fotos y documentos, a través de los cuales el lector tiene una muestra palpable de lo que significa ser un hombre que ama a sus semejantes, busca la justicia y se implica a fondo en la causa de seguir el mandato apostólico, con un desprecio absoluto por su propia seguridad.

Ya quisiéramos los no creyentes que la izquierda contase con unas cuantas docenas de Antonios Llidó. Otro gallo nos cantaría. Acostumbrados como estamos los de aquí a las mamarrachadas retóricas del arzobispo de Valencia y a la política de marear la perdiz que es la especialidad suprema de la Conferencia Episcopal -más interesada en conservar y aumentar sus privilegios que en ocuparse de los verdaderos problemas de la sociedad-, da gusto saber que todavía existen curas del estilo del de Xàbia, con agallas suficientes como para poner patas por alto dos pueblos caciquiles como Balones y Quatretondeta en su primer destino sacerdotal (¡en tiempos del franquismo!), y para enfrentarse a la reaccionaria jerarquía eclesiástica de Valparaíso poco antes del golpe de estado que derrocó a Allende.

Dijo Jesús a sus discípulos: "Y vosotros seréis aborrecidos por causa de mi nombre. Mas quien estuviere firme hasta el fin, éste será salvo" (Marcos 13: 13). Augusto Pinochet (el amigo de Juan Pablo II) y sus secuaces aborrecieron tanto a nuestro cura que terminaron por quitarle la vida. Ignoro lo que significa la salvación eterna, probablemente nada, pero qué importa, pues si la única y verdadera muerte es el olvido en este mundo, Antonio Llidó tiene garantizado un lugar en el recuerdo de quienes no comulgamos con ruedas de molino. Es decir, la izquierda.

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