La raza maldita
Otra vez, como motivo de la resistible ascensión de Haider en Austria o de los sucesos de El Ejido, vuelve a hablarse de racismo entre nosotros. Es un tema que nunca queda arrinconado mucho tiempo, el inmundo basso ostinato que ha puesto música de fondo a este siglo que concluye. No sé si en la búsqueda de los más tal o los más cual de la centuria alguien ha propuesto elegir al tipo más representativo del ciudadano medio de los países desarrollados: siento decir que mi candidato no sería el miembro humanitario de una ONG, ni siquiera el teleadicto, sino pura y simplemente el racista. Es un prototipo con el que cuesta identificarse y que siempre intentamos situar fuera, en la lejanía, cuando precisamente su mayor peligro estriba en que está dentro de nosotros: no hay mejor candidato al racismo que quien ignora que todos estamos siempre a punto de serlo, en cuanto circunstancias miserables lo propician.Pero también el racismo debe ser analizado y han de distinguirse cosas distintas bajo el mismo rótulo imponente. Como bien dice Bourdieu, "todo racismo es un esencialismo"; pero no todos los esencialismos reivindican esencias de igual género. El racismo de supuestas bases científicas que acepta una definitiva jerarquía étnica entre razas superiores e inferiores es una enfermedad moral y social que ya no es tan fácil padecer como lo fue en la primera mitad del siglo: ahora, gracias a la globalización informativa, quien más quien menos admira a algún actor o atleta negro, a varios industriales nipones, a cierto escritor latinoamericano o árabe, a sabios judíos. El mestizaje cultural del que los indocumentados abominan dificulta notablemente creer en una raza monopolizadora de los privilegios del espíritu y del cuerpo. El racista perfectamente "desinteresado", capaz de repudiar totalmente al Otro sin atención alguna a sus méritos personales y ni siquiera al provecho que su comercio puede reportarnos, es un monstruo cada vez más escaso... aunque su rareza no lo hace ni menos trivial ni menos repugnante.
Mucho más frecuente es el xenófobo vulgar, alarmado por la realidad social proteica en que cada vez más habitamos y que sueña con comunidades étnicamente homogéneas en las que el prójimo no venga a cuestionar las rutinas o fobias pueriles que llama grandilocuentemente su "identidad cultural". Éste no cree en las razas superiores e inferiores, sino en los compartimentos estancos y en la unanimidad "natural" de regimientos uniformizados por la lengua o la tradición compartida (que codifica e inventa a su gusto, para que no haya dudas). Los nacionalismos, estatales o anti-estatales, pertenecen a este género que aborrece la coexistencia pacíficamente legal de lo diverso dentro de un mismo grupo aunque la exige en el plano internacional. Y se presentan los nacionalistas xenófobos siempre como "víctimas" de aquellos grupos disímiles a los que han decidido perseguir o doblegar y a cuya entrada en la historia atribuyen el derrocamiento de su peculiar paraíso folklórico. Comparar este tipo de xenofobia con la de los nazis es no sólo exagerado sino sobre todo políticamente inexacto, aunque el lenguaje de algunos de sus mentores ideológicos y sobre todo los procedimientos de persuasión a porrazos que practican los especialmente exaltados (y semi-toleran los que dicen serlo menos) se parezcan más a los procedimientos fascistas que a cualquier otra cosa. No todo lo políticamente perverso y antidemocrático es por fuerza pariente del nazismo: también hay otras cosas malas, aunque no sean nazis. Pero esto de las comparaciones entre actitudes y situaciones políticas es cuestión vidriosa, sobre todo si intencionadamente se mutila la semejanza establecida del contexto en que se formula. Paso a contarles un reciente caso personal.
Durante la presentación en Donosti de la iniciativa ciudadana "¡Basta ya!", que convocó la manifestación contra ETA en Donosti, se me ocurrió avecinar la situación de algunos discrepantes de las tesis abertzales con las víctimas de las últimas algaradas ocurridas en El Ejido. Lo hice a raíz de una declaración de Arzallus proferida el día anterior en un mitin preelectoral de su partido, donde aseguró que como en Euskadi lo que nos sobra es seguridad, podían llevarse las fuerzas de orden público de la CAV a El Ejido. Señalé entonces que en Euskadi muchas personas no se sienten ni mucho menos sobradamente seguras, sino más bien en una situación de amenaza de sus personas y bienes comparable a la de los inmigrantes hostigados en la comarca almeriense. Pocos días después, las agresiones contra las casas de Ibarrola y de un concejal del PNV en Álava así como los incidentes ocurridos durante la propia manifestación - por no hablar de los asesinatos de Fernando Buesa y Jorge Díez cuatro días más tarde- vinieron a ilustrar este punto de vista. Sin embargo fui reiteradamente amonestado por mi exageración (nadie me reprochó la exageración inversa, o sea que en el País Vasco ha habido ya muchos muertos entre los hostilizados y en El Ejido afortunadamente no) y me recordaron, juro que innecesariamente, que la situación económica y social de los trabajadores magrebíes es catastróficamente peor que la del común de los ciudadanos vascos. Resulta curioso que nadie se preocupase en cambio de la exageración de Arzallus sobre la sobreabundancia de seguridad en Euskadi que dio pie a mi comentario, quizá por estar ya curados de espantos ante tales hipérboles. En fin, que abundan por lo visto entre nosotros supuestos maestros más dedicados a enseñarse que a enseñar: cuando se les señala la luna con el dedo, te ofrecen doctoralmente un cortauñas. Bueno, da igual, seguiremos señalando.
Los sucesos de El Ejido prueban que a menudo las "explicaciones" racistas o xenófobas no sirven más que para racionalizar -¡aunque sea irracionalmente!- la explotación económica. La verdadera raza maldita, en todas partes perseguida, a la que en cualquier latitud resulta peligroso pertenecer es la raza de los pobres. Es una raza imprescindible como mano de obra o bestia de carga pero que se hace insoportable en cuanto solicita igualdad de derechos y respeto a su dignidad humana... o cuando comete delitos desesperada por la falta de una y otra. Los habitantes de El Ejido no son racistas, aunque tampoco tienen objeción a que los inmigrantes trabajen por la mitad de sueldo que los nativos, vivan en condiciones infrahumanas, eduquen a sus hijos en régimen de apartheid, etc... siempre que tengan sus papeles en regla o, no teniéndolos, obedezcan y salgan aún más baratos. Sólo se vuelven racistas si se comete un crimen o un robo: entonces el sujeto no es tal o cual persona -obligados a vivir en circunstancias que ellos prefieren ignorar- sino la mala índole de la raza entera en general.
Así se crea prosperidad económica apresurada para unos cuantos y miseria ciudadana para todos, explotadores y explotados. Así se destruye la idea civilizada de Europa, sustituida por una variante posmoderna del esclavismo con salsa de beatitud en el balance de resultados. Lo que demuestra el caso de El Ejido -ni mucho menos único, desde luego- es que la mera maximización de las ganancias no puede fundar una auténtica comunidad democrática, todo lo más una reata de siervos sometidos al látigo de capataces de la acumulación asocial de riqueza. Hace falta conservar, ampliar e ilustrar un espacio público de derechos (sociales, laborales, culturales...) que no sea mera protección del derecho de propiedad: sin desarrollo político, la prosperidad económica no es más que barbarie. Contra la mitología de las razas o etnias, de la que se benefician los desvergonzados, la legalidad de una ciudadanía que ha de hacerse más y más cosmopolita pero que hoy sólo las instituciones estatales pueden garantizar. Repito lo que les dije no hace mucho y que Calvino me perdone las ofensas: lo que cuenta no es una humanidad productiva sino producir humanidad; quien no echa de menos la justicia cívica no debe escandalizarse de la falta de seguridad ni está legitimado para organizar somatenes.
Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.
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