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Tribuna
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La corrosión del carácter

Cambiar nos salva la vida. Qué alegría poder olvidar que un día nos gustó aquel cantante insoportable y fuimos dueños de una inverosímil camisa estampada: palmeras y pirámides de Egipto. Un día nos levantamos absolutamente seguros de todas nuestras ideas y a la mañana siguiente despertamos convertidos en un fenómeno, es decir, con la cabeza cambiada. Si la mente fuera visible, se parecería a esas casas en demolición donde cada cuarto está empapelado o pintado de un color. Cada cuarto es un periodo de nuestra vida.Existen casos extremos: por ejemplo, un alemán que traté en Motril, ciudad que me recuerda vagamente a Trieste. El alemán se comportaba el lunes como mi hermano, y el martes sólo era un conocido remoto o un desconocido que saludaba de lejos, levantando las cejas (quizá el movimiento facial no fuera un saludo, sino un signo de estupor: ¿Quién eres tú?). Y el jueves fingía no verme, extraño e impasible: no me había visto nunca, aunque nos veíamos casi todos los días. El alemán hablaba español con cierto acento de Jaén, pero dos días después sólo farfullaba en una especie de francés de la Legión Extranjera. Desapareció y no lo vi más. ¿Cogió la moto y volvió a Baviera? No: vi la moto, una BMW, aunque la conducía otro dueño. O era el alemán, que no sólo había cambiado de mente: ahora también tenía otro cuerpo.

En lo que estoy pensando es en las elecciones, como es natural. La campaña se basa en la extraordinaria capacidad que tenemos para cambiar de ideas yo y los que son como yo. Los estrategas electorales de los partidos quieren que los voten los que no los votaron la vez anterior, y que los voten los que, a la vista del balance de los últimos años, preferirían no volver a hacerlo. Uno tiene decidido, más o menos, cuál es su voto, pero los candidatos prosiguen su infatigable labor de conquista de las masas. Saben que repentinamente cambiamos de ideas sobre lo más complejo y lo más simple: desde la canción preferida a las ventajas e inconvenientes del Estado de Bienestar. Es escandalosamente normal y fácil cambiar de opinión. Es un movimiento cerebral involuntario.

Hay cambios de ideas brutales y mundiales. Un amigo de fiar me recomienda La corrosión del carácter (Anagrama), de Richard Sennett, una investigación sobre las mutaciones mentales de la gente de Nueva York que cambia incesantemente de trabajo, buscando y ofreciéndose aquí y allí, vendiéndose, cada uno a su aire, como todos, como si vivieran en este mundo nuestro que se extiende desde Almería a Huelva. El compañerismo es una emoción fósil en el mundo de Sennett, donde los sindicatos serán tan prácticos como la primera máquina de vapor: piezas de museo. Algunas de las ideas que circulan en esta campaña electoral parecen extraídas de ese nuevo mundo que, según Richard Sennett, corroe el carácter. Hasta los socialistas han inventado para estas elecciones un capitalismo popular o un individualismo colectivizado, de emprendedores, cada uno a su aventura. Los sensatos del momento dicen:

-Tienes que saber venderte.

Es la última moda moral.

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