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Tribuna
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Hecatombe

Miquel Alberola

MIQUEL ALBEROLA

De repente empieza a hacer días de calamares a la romana, de gafas de sol Ray-Ban y BMW mal aparcado. Es la primera sensación de que está a punto de ocurrir lo peor. Luego Valencia se llena de saltimbanquis, peajeros, buhoneros, carteristas y churreros que elevan la mugre a alimento -o degradan el alimento a mugre, porque éste es un asunto muy controvertido- y pringan la atmósfera con un vapor de grasa del que es imposible zafarse. Son las fallas. Huir o quedarse es un contrasentido: han perforado hasta los cerebros más irreductibles, por lo que uno no se las quita de encima aunque se vaya a Pernambuco. Te chupan la cabeza como una garrapata. Será porque no empiezan ni terminan nunca, simplemente aumentan o disminuyen su intensidad. Están ahí y su zumbido constante ha penetrado hasta el interior de la hélice de ácido desoxirribonucleico del vecindario. Ahora van hacia su apogeo. Sobre la una de la tarde un helicóptero empieza a sobrevolar el centro de la ciudad, y éste es el síntoma que precede al miocardio urbano diario. La ciudad se agarrota por el núcleo y en unos minutos propaga la atrofia a todo el área metropolitana, lo que genera una mala leche sideral, liberada a través del claxon de los vehículos atascados con el consiguiente impacto acústico y judicial con daños a terceros. Esta hecatombe sólo termina pasadas las tres de la tarde. Es terrible, aunque se echa de menos a medida que se acerca el día 19. Entonces gobierna el estado de emergencia. Cualquiera es el dueño de la calle y dispone a su antojo, mientras la policía levanta los hombros, silba y mira hacia otro lado. El Ayuntamiento concentra su actividad en el balcón, conculca la urbanidad y corta más de 500 calles. Las señales de tráfico y las direcciones de las vías quedan abolidas, por lo que la razón se pone de la parte que más grita. Sobre ese escenario, que algunos conceptúan como la más arraigada expresión cultural de la ciudad, tres terceras partes de los vecinos tratan de cumplir con su horario laboral y sus obligaciones sin morir en el intento. Sin embargo, no hay ninguna institución benéfica ni ONG que se ocupe de su drama.

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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