Pupitres
Arenín, el fiel escudero, aguardaba en la antecámara, rodeado por un silencio sobrecogedor. Con dificultad amanecía en los amplios ventanales. Riveras del Pisuerga, niebla densa y fina escarcha. Un silencio, ¿una paz?, tan sólo hendidos, cual presagio, por el graznido risotante de la urraca. Febrero, más loco que nunca, había transferido sus desvaríos al tiempo político. Y así el Príncipe, a tan discreta hora, llamaba a capítulo al sevillano. Escándalo Pimentel habemus, pensó el otrora imprescindible. La turbulencia electoral de los periódicos no lograba distraerle. Una arritmia de suspiros entrecortaba sus pensamientos más íntimos.Al fin se abría la puerta del fondo. Y el Príncipe, envuelto en un oleaje de colonias, aparecía, la sonrisa como un rictus impenetrable, la mano tendida, sí, pero ya decaído aquel vigor de los primeros días. Luego, silencio, más silencio. Algún entrenamiento gutural, papeles al desgaire.
El comienzo, sin embargo, no pudo ser más desconcertante:
- No imaginas cuánto te comprendo, mi fiel amigo. -Un cabeceo lateral subrayaba la inesperada confidencia.- Yo también me siento traicionado, y de qué modo. -Honda bocanada de aire-. Y mira que a todos les hice firmar la sacrosanta máxima de Monseñor...
- Corasoneh partíoh/ yo no loh quiero/ y si le doy el mío/ lo doy entero. - Recitó prontamente el de Sevilla, cual buen alumno disciplinado, el célebre versículo de Camino. Y con impronta andaluza, que tanto agradaba al soberano, en la intimidad, naturalmente, como todos los demás idiomas del Estado. Pero tuvo el escudero la imprudencia de añadir: - Si fue el mihmo Pimentel quien me regaló el ejemplá, dedicao y tó...
-¡Calla! - cortó en seco el Príncipe-. No lo nombres. No lo nombres siquiera. Tampoco yo volveré a mencionar al otro, ese infame traidor, que se ha me ido del alma... ¡y con 2.800 millones de maravedíes, el muy...!
- No oj esitéih, mi señó, que aún rehta mucha campaña y la patria oj nesesita entero. - Un leve gesto con la mano, de abatimiento o mando, le impuso nuevo silencio. Mas era éste tan hondo, que el escudero creyó percibir una rezonga por lo bajini: - joputa, si lo sé le quemo el pupitre...
- Cómo decís, mi señó.
- Nada, nada, que si el innombrable tuyo fue también compañero de aula quería yo saber.
- Casi, casi, altesa.
De nuevo la urraca irrumpió en el aposento con su áspero chac-chac. El príncipe como que hizo ademán de levantarse, para espantarla tal vez. Pero enseguida tornó a sus pesadumbres.
- Cuánta razón tienen esos sociatas de mierda.
- Que Dióh confunda.
- Vale, vale...
- Pero en qué tienen rasón -quiso saber el otro, alarmado.
- En eso de que la derecha dedica a los listos a la banca y a los tontos a la política.- El escudero no daba crédito, pero se contuvo a duras penas. Algo debió intuirle Aznarín, no obstante, pues saliendo de su hosco abatimiento, son sonrisa enigmática, añadió-. No te dés por aludido, hombre. No seas tonto.
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