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Los dioses de Internet VICENTE VERDÚ

Una de las preguntas que recibió Almunia ayer, en su diálogo con los lectores de El País Digital, fue qué probabilidades veía en remediar algún día la calvicie. El candidato no contestó. Comentó por su alrededor que no lo sabía.Seguramente un líder político actual debe atenerse a su función política pero, de esa manera reducida, no será lo bastante apreciado por sus electores. Si con la presidencia de una nación se ventilara sólo una cuestión política es posible que la mitad de los votantes no acudiera a las urnas. Sobre el líder político vuelve hoy a recaer una demanda que cubre desde su responsabilidad en las sequías a los retrasos de los aviones, de la subida del gas a los trastornos del cuero cabelludo. Es posible que la acción de un presidente de Gobierno se encuentre hoy más coartada por el orden internacional, por las complejidades tecnológicas o por el control aguzado de los demás poderes, pero su figura en elecciones adquiere una categoría mediática absoluta y lo consecuente es atribuirle majestad.

El líder, de su lado, también tiende a sentirse Dios. Si no fuera así, ¿cómo explicar que no llore, no se duerma, no abomine y se abochorne de las tareas comprendidas en la campaña? El candidato, sin embargo, lejos de renunciar o de resistirse, hace cuanto se le encomienda y se afana por cumplir la repleta agenda que le asigna el jefe de su grupo electoral. Espera que haciéndolo así pueda alcanzar nada menos que la presidencia del Gobierno y, estando allí, casi cualquier deseo en este mundo. Un presidente es la cabeza política del país pero es también casi absolutamente la cabeza de todas las cosas. ¿Cómo no esperar, por tanto, que sepa también de alopecia?

La experiencia del candidato presidencial ante la ristra de individuos conectados a la red, demostró ayer que el ideal de un ciberespacio sin jerarquía o sin cabeza, era desmentido por la asimétrica relación entre los mil y pico corresponsales y su destinatario único. Almunia, pletórico ante la pantalla, veía aumentar su poder con el impulso sucesivo de una interrogación más. Cada nueva cuestión sobre el ordenador se comportaba como una ración de espacio por donde ensanchaba su dominio. El territorio del candidato en el mundo real es igual a los votos que se depositan, pero en el ciberespacio el imperio se mide por el número de emergencias en la pantalla. Con una diferencia capital: si los votos son mudos y carecen de rostro, los navegantes de ayer lanzaban con cada aparición una estela de su carácter a través de su concreto interés por el terrorismo, los impuestos, la ecología, la sanidad, los emigrantes, los precios, la pesca de arrastre.

Mientras tras cada papeleta no hay un ser diferenciado, con cada minipregunta de ayer se insinuaban los rasgos de ciudadano. ¿Es esto la posdemocracia, la democracia directa? ¿Es esto la nueva manera de inmiscuirse en el poder y, de paso, construir la responsabilidad y la inquietud física del futuro presidente?

Ni un mitin, ni una conferencia, ni una entrevista se parecen a la conexión en Internet porque la experiencia de El País Digital evocaba la real confrontación entre dos fuerzas importantes. De un lado el potencial de poder concentrado en la cabeza del candidato y, de otra, la potencia multicéfala de una muchedumbre que oponía el bullicio de sus dudas al saber del líder. Todo se le preguntaba a él. Y él todo lo respondía. O casi todo. Como también hacen los dioses.

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