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En estas elecciones se juega el cambio de Gobierno, no de sociedad, no de modelo económico o cultural. No suponen el inicio o el final de una transición, un acontecimiento histórico o una opción dramática. Pero los políticos actúan a veces como si lo fuera. Seguramente porque las duras reglas de la competencia les han acostumbrado a afilar los mensajes. Y a veces a tratarse entre sí de manera muy agresiva, como enemigos irreconciliables.No es seguro que hacerlo les reporte beneficio, pero tampoco puede apostarse por lo contrario. Por eso resulta tranquilizador que, en vísperas del inicio oficial de la campaña, los dos candidatos con posibilidades reales de presidir el próximo Gobierno, José María Aznar y Joaquín Almunia, se fundieran en un abrazo que tenía poco de retórico ante los restos de Fernando Buesa, el dirigente socialista vasco asesinado por ETA. Frente a los asuntos que de verdad importan, la vida y la libertad de las personas, los dos principales partidos nacionales están de acuerdo. También lo están en muchas cuestiones de la política diaria, aunque la fiereza de los discursos haga pensar otra cosa cuando los resultados son tan inciertos como ahora.
Los sondeos indican que hay una percepción favorable de la situación política y también de la económica, lo que en principio debería favorecer la continuidad del actual Gobierno conservador. Pero los sondeos también indican que son unas elecciones abiertas. La distancia media pronosticada entre el vencedor y el segundo es inferior a cinco puntos, un margen menor que la desviación media -ocho puntos- registrada en 1996 entre las encuestas y los resultados reales; algo parecido ocurrió en las catalanas de octubre. Ese margen alimenta la esperanza de la izquierda y, sobre todo, el recelo de la derecha. Saben que pueden perder.
Los políticos más inteligentes del PP lo han sabido siempre: que en España hay una mayoría de electores identificada genéricamente con la cultura de la izquierda; y que si ello no se manifiesta así en todas las ocasiones es por razones en parte azarosas, superables en una campaña electoral. Está por ver el efecto que al respecto vaya a tener el pacto PSOE-IU. La experiencia indica que no siempre las alianzas suman: a veces sí, creando un movimiento de arrastre del voto indeciso; pero otras veces desconciertan a los fieles de cada parte. De momento no parece haber producido ninguno de los dos resultados, al menos en una medida que puedan detectar los sondeos.
El PP presenta como aval los datos económicos y la percepción optimista de la situación general. Pero algunas experiencias indican que una buena situación económica no garantiza el triunfo del Gobierno: porque se piensa que la izquierda distribuirá mejor la riqueza creada, o porque las buenas expectativas permiten un voto más ideológico sin riesgos. Especialmente ahora que se sabe que los márgenes dejados por la UE a las políticas económicas nacionales son estrechos y que ello supone una garantía de que no habrá grandes desviaciones de la norma.
Dentro de esos márgenes está el asunto de los impuestos, bandera esencial para atraer el voto de las clases medias en toda las sociedades desarrolladas. Aznar tiene ahí una carta importante que todavía no ha desvelado en detalle. Desde la oposición se le acusará de sustituir impuestos directos por indirectos, menos progresivos por definición. En 1996 el reproche fue que sólo podría cuadrar las cuentas recortando gasto social. Algo que no ha ocurrido porque el crecimiento ha permitido incluso reducir el déficit. De todas formas, la imagen de la política social del Gobierno ha quedado algo emborronada al final por las circunstancias de la retirada del ministro Pimentel. También, en otro sentido, por el reparto de los beneficios especulativos de Telefónica, que ilustra la acusación socialista de utilización solapada de las privatizaciones en favor de un círculo próximo.
En contra de la idea del cambio están las reticencias de sectores que piensan que el PSOE no ha expiado suficientemente los pecados que le llevaron a la derrota. Pero hechos como el anuncio por el ministro de Fomento de que repartirá licencias de telecomunicación antes de las elecciones y la utilización por Piqué del puesto de portavoz para defender su actuación privada, investigada por los tribunales, han hecho aflorar la intolerancia de fondo de la derecha, lo que contrapesa esas reticencias. Además, tales comportamientos, unidos a las medidas sobre pensiones y funcionarios aprobadas por el Gobierno el primer día de campaña, transmiten la idea de que ya no sólo los más inteligentes de entre los dirigentes del PP piensan que pueden perder.
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