Periodistas, ironía y transparencia en Europa
En otros países, las cosas suceden de forma distinta."Sir Winston, si yo fuera lady Churchill, metería unas gotas de cianuro en el café con leche de su desayuno". Así acabó lady Ascott una encendida invectiva contra el genial político británico. El del puro replicó al instante: "Querida señora: si usted fuese lady Churchill, yo me bebería con gusto ese café con leche, y en un santiamén". Las relaciones de los personajes públicos en países refinados se establecen sobre la base de una dureza granítica, pero suelen ir acompañadas de ironía. También sucede así entre periodistas y políticos, al menos los más avezados.
Concluida la cumbre europea de Dublín, en diciembre de 1996, el primer ministro conservador John Major, al que las encuestas auguraban una inminente derrota -pronóstico que luego se cumplió al dedillo- fue duramente increpado por un cronista de suPasa a la página 21
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país. Éste acabó su pregunta insistiendo en que necesitaba una respuesta "ya que seguramente es la última vez que le vemos en un escenario como éste...". Al vuelo y casi cortándole el final de la frase, Major respondió: "Robert, ignoraba que usted va a cambiar de destino profesional".
Un periodista tiene el derecho, y el deber, de plantear las cuestiones que considere relevantes, siempre que las formule con respeto a las personas, sin insultar. Los asesores de Felipe González se mesaban los cabellos y estiraban el rictus cuando, en todas y cada una de las ruedas de prensa que celebraba en sus desplazamientos internacionales, la entonces corresponsal diplomática del ahora periódico gubernamental, Ana Romero, aguijoneaba al presidente con salvaje gracejo deslenguado, casi siempre sobre asuntos de corrupción y otras presuntas desviaciones de poder. El político sevillano sonreía -no se sabe si para aplacar retortijones- y respondía con lengua muchas veces afilada.
Los políticos democráticos europeos y sus portavoces practican la norma de contestar, aunque sea perifrásticamente o con expresiones que no vengan a cuento. Y con alguna frecuencia se acogen legítimamente al clásico expediente del "no comment". O, en la versión más adusta de Jordi Pujol, "hoy no toca". Pertenece entonces a la profesionalidad y a la seriedad de los intermediarios de la opinión pública repicar a continuación en el mismo clavo. Los anglosajones suelen ser otra vez los mejores. Es frecuente oírles, en la Casa Blanca o en Bruselas: "Respecto a la cuestión de la que acaba de evadirse...".
La excepción a estas reglas básicas es muy excepcional. Un embajador gaullista le espetó públicamente en una ocasión a un corresponsal del Financial Times: "Acabo de leer esa tontería de crónica que acaba de escribir". Flemático, el escribidor le respondió que le invitaba a tomar un café -siempre el café, éstos del té- para demostrarle con argumentos que su calificativo sobraba. También se hizo famosilla la acusación del entonces ministro de Industria, Juan Manuel Eguiagaray, acusando a los corresponsales de "escribir al dictado del oro de Bruselas", porque le disgustaron algunas crónicas sobre el plan de reconversión de Iberia. Pero jamás estas excepciones, incluso rayanas en el insulto -por encima o por debajo-, alcanzan el hito de negar respuesta según la simpatía que despierta o la orientación que exhibe el medio que plantea la cuestión. Porque la respuesta, la que sea, forma parte de las tareas por las que el hombre público recibe un sueldo público. Y más aún si se gana la vida portando voz.
Los políticos, como todos los ciudadanos, disponen de mecanismos legales, judiciales y deontológicos -el diálogo, instituciones como la del Defensor del Lector- a los que acudir si consideran injustamente mellada su fama. Cuando la comisaria Emma Bonino contrató abogados para obtener una rectificación del Financial por un artículo erróneo, el "sindicato del crimen", que también lo hay en Bruselas, la crucificó. Pero Bonino obtuvo la reparación a toda plana. Y aquí paz y después gloria.
Jacques Santer y su colegio de comisarios afrontó una agria campaña parlamentaria y un calvario de varios meses enfrentándose a preguntas y artículos -de toda laya, serios y frívolos- a propósito de ciertas irregularidades. Y al final dimitió, culpable directamente casi sólo porque la comisaria Edith Cresson había contratado a su dentista para ejercer funciones públicas. La fiscal general de EE UU Zoe Bird abandonó su puesto al conocerse que la situación legal de su asistenta era irregular.
Las sociedades europeas contemporáneas extreman el deber de transparencia y vigilan si las esferas de lo público y lo privado se entremezclan indebidamente. Haber salvado a una empresa de la crisis y haber enderezado su cuenta de explotación será título de excelencia en la gestión empresarial. Pero ello no otorga patente de corso para ignorar derivaciones menos agradables, como los posibles procedimientos legales que estén abiertos para dilucidar la corrección de los métodos empleados en esa reconversión. Es lógico que los políticos sean más escudriñados, y más cuando han trabajado a las órdenes de personajes severamente cuestionados por la Justicia: son los gajes del oficio, y la búsqueda de garantías de que lo público será bien gestionado y de que no se producirán colusiones indebidas entre lo público y lo privado. Al menos esa es la lógica que suele imperar en todo el mundo civilizado, incluso en campaña electoral.
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