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Cuidado, muerden MONCHO ALPUENTE

El otro día, en Madrid, un ciudadano fue mordido por un teléfono público que no soltó su presa hasta que llegaron los bomberos. OmarA. metió la mano en las fauces de la bestia mecánica, que reaccionó violentamente porque ha sido adiestrada para no dejarse buscar las cosquillas, ni el cambio, por usuarios desconocidos.Omar A. dijo que su desgraciada y arriesgada tentativa tenía como objeto recuperar el cambio que la voraz alimaña le había escatimado. Pero la policía, aunque le dejó ir, sospecha, que para eso la pagan, que la víctima pretendía acceder fraudulentamente a la recaudación del día, engrosada con todos los cambios que, como el buen Omar debería saber, la maldita máquina nunca devuelve.

Todos hemos sufrido con esas cifras burlonas que aparecen en la pantalla del teléfono pero no en el cajetín cuando hemos colgado. Veinticinco, cincuenta o noventa y siete pesetas que si no nos damos prisa en volver a llamar se comerá el tragón de Villalonga sin dar ni las gracias. Algunos amigos míos aprovechan esa calderilla para llamar a sus ancianas madres mucho más a menudo que antes. Otro amigo menos sentimental dice que llamar o no llamar es lo de menos, porque la pasta va a ir a parar al mismo sitio, y aconseja que destinemos esas monedas a realizar llamadas anónimas e insultantes a los accionistas y altos cargos de la compañía a sus domicilios particulares, cuyos números conoce y difunde.

No estoy de acuerdo con los beneficios, las opciones y las sinecuras que han recibido o esperan recibir próximamente; el que más y el que menos entre esas damas y caballeros ya debe de tener doncella, mayordomo, ayuda de cámara o secretaria (probablemente contratados en una ETT) para contestar al teléfono y aguantar los chaparrones y chorreos correspondientes.

Si no se nos ocurre a quién llamar con la propina que nos obligan a dejar en el bote, lo más adecuado sería ceder a toda prisa el auricular al primero de la cola, o a los clientes del establecimiento desde el que se efectúa la llamada.

Pero ¿qué hacer cuando no hay a la vista ningún necesitado? ¿Cómo evitar la descarada extorsión de los teléfonos públicos? Tal vez debería existir un número benéfico, una línea de pago fletada por una ONG (¿Telefonautas sin Fronteras?) que recogiera las migajas de tanto donativo forzoso para que no las rebañen todas nuestros obligados anfitriones telefónicos.

Cualquier cosa antes que intentar tomarse la justicia por su mano, con el riesgo de perderla en el empeño como le ocurrió a Omar. Cualquier cosa también antes que resignarse al expolio del oligopolio o como se llame esa figura retórica que permite que Telefónica monopolice todavía a estas alturas de libre mercado las llamadas urbanas, las más habituales y me temo que las más rentables, si exceptuamos las que se realizan de fijo a móvil, que tienen tarifas tan europeas que por el mismo precio podríamos estar llamando a Islandia o a Laponia.

El caso de Omar no es único, las mordidas telefónicas, aunque sean virtuales como las nuestras, están a la orden del día. Los cajeros automáticos de los bancos hasta ahora no mordían, aunque chupaban lo suyo, o mejor dicho lo nuestro, pero desde la última y santísima alianza, BBVA-Telefónica, puede que empiecen a ponerse más agresivos y no se contenten con triturar las tarjetas fuera de uso y emitir de vez en cuando mensajes admonitorios.

La red de Telefónica empieza a parecerse a una de esas redes pelágicas que tanto critican los ecologistas porque arrasan la riqueza de los fondos marinos y en ella estamos atrapados casi todos los peces pequeños. Los abonados de sus redes no somos navegantes ni telefonautas, sino galeotes, forzados, amarrados al duro banco, bogando para que la marca hispánica patentada por Aznar, de la que el BBVATF es mascarón de proa, vaya a más y llegue más lejos, por lo menos hasta Miami.

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