Armas de combate ANTONI PUIGVERD
Noticia. Ha llovido en Girona durante apenas 10 minutos. La primera lluvia del año: un chaparrón de tres al cuarto con traca final de granizo. En los primeros tiempos de Franco, la "pertinaz sequía" era la excusa preferida de los propagandistas del régimen para justificar las penurias. Ahora, en cambio, el asfixiante anticiclón que ha dominado los cielos desde noviembre sólo parece preocupar a los meteorólogos del tipo Rodríguez Picó, que comenta los mapas del tiempo como un enamorado desesperándose ante la cruel indiferencia celestial. La mayor parte de los meteorólogos ni se inmuta: siguen llamando buen tiempo al maldito anticiclón que seca ríos y pantanos, incendia en pleno invierno los bosques y extiende por el paisaje un morado cuaresmal. Los micófagos también están preocupados, ciertamente: se acerca el tiempo de las colmenillas (Morchella esculenta: feísimas y deliciosas setas de primavera con aspecto alveolado, intestinal: rellenas de foie y cocidas con algo de crema de leche saben a tripa de Dios), y a este paso tendrán que comerlas al óleo. Estas cuatro gotas, sin embargo, bastan para que nuestra ciudad, antaño vaporosa, recupere sus misterios. Después de la lluvia, anochece como en los antiguos inviernos: no es que el frío sea intenso, pero con ayuda de la humedad se infiltra lentamente en los tuétanos. El aire tiene un tacto de toalla usada.Cuando llueve, la Girona antigua recupera su mejor postal. El agua barniza las piedras. Las oscuras gabardinas recuerdan a las antiguas sotanas. En los charcos se reflejan luces mortecinas. En la penumbra de nuestra pequeña rambla, brilla el mosaico recién fregado por la lluvia. A paso muy lento y grave, avanza, ante mí, una pareja. Un amigo lleva del brazo a su madre. Conversamos brevemente sobre la salud y la fragilidad de los ánimos. Mientras ella desabrocha su tristeza, el amigo fija sobre mis ojos una mirada lúcida y resignada. Cuando este hombre era niño solía admirar los solemnes xuixos de crema que se mostraban en el escaparate modernista de una pastelería hoy desaparecida. El mundo que imaginaba aquel niño cabía en el xuixo: era dulce como la crema y crujiente, aunque aceitoso, como la pasta frita. Hoy es un adulto muy atareado. Cuatro hijos, unos cuantos libros escritos, un trabajo estresante. Pero consigue salvar diariamente un trozo de lentitud para pasear con su madre. Intenta que ella ventile su tristeza y recupera, en este intento, la dulce pringosidad de la infancia perdida. Contemplándoles, yo recupero una imagen de la Girona perdida: familias unidas bajo un paraguas, saliendo de la iglesia, entrando en las pastelerías.
Subo por la calle de la Força. La penumbra mojada le sienta de perlas. Los fantasmas de los judíos, de los invasores franceses y de los antiguos pobladores parecen reanimados por la humedad. Entro en el Museo de Historia. Fue un convento y, años después de la Desamortización, se convirtió en el primer Instituto de Enseñanza Media. Desde una de sus ventanas, Josep Pla contemplaba, indiferente a la peroración de un catedrático, el ondulante perfil de una mujer que tendía la ropa. En la angosta sala de actos del actual museo se celebra la presentación de un libro: Política municipal a la Girona de la Restauració. Un libro erudito y paciente que escribió un historiador con apellido idéntico al mío, aunque ortográficamente distinto. Joan Puigbert, profesor de Historia en la Universidad de Girona, era un tipo bueno y sabio que había vivido en Roma y apreciaba el buen café y las charlas aderezadas con grappa de ironía. Independiente y catalanista apasionado, fue concejal de Cultura con el alcalde Joaquim Nadal. Murió hace un par de años y dejó a muchos amigos en orfandad sentimental. Dejó asimismo este libro casi terminado que los historiadores Josep Clara y Rosa Congost acaban de editar. Murió a los 50 años, de un súbito ataque al corazón. Su legado cultural, sus otros libros y artículos le convierten en un personaje de mérito, pero es su infrecuente calidad personal lo que añoramos. Rosa Congost habla con firmeza profesoral de sus méritos profesionales y todos (políticos, profesores, amigos) escuchamos con una atención reverente. De golpe, la voz de Rosa se quiebra. Está glosando un texto en el que, siguiendo a Milan Kundera, Joan Puigbert reflexionaba: "Nuestra época está obsesionada por el deseo de olvido y se entrega por ello al demonio de la velocidad".
Terminado el acto, seguimos hablando de él bajo la noche mojada. De la misma manera que acompañar a una madre anciana requiere lentitud, la lectura del libro erudito de Joan Puigbert también va a requerirla. La lluvia y la lentitud son armas de combate. Si el olvido está de moda, recordar es combatir.
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