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Reportaje:

La hora de la venganza en Mitrovica

Yolanda Monge

Serbios y albanokosovares demuestranen esta ciudad de Kosovo que el deseo

de revancha supera al de reconciliación

Su condena es no entenderse. Y su castigo, vivir a veces en el mismo bloque de apartamentos. Puerta con puerta. Estos casos son los menos. Pero existen. La gran mayoría vive separada por algo más que un rellano de escalera. Les separa un río y un puente de apenas 20 metros junto a un doloroso pasado de intolerancia y represión al que no están dispuestos a renunciar, aunque en ello les vaya la vida. Se odian y no piensan perdonarse. Y mucho menos olvidar. Son cerca de 49.000 los albaneses que rodean a tan sólo 3.000 mil serbios al sur del río Ibar en la ciudad de Mitrovica, según estimaciones de la Kfor (fuerza multinacional de paz para Kosovo), mientras que al norte de la ciudad más de 2.000 albanokosovares parecen malvivir con 12.000 serbios.

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"Más de 20 serbios armados entraron en mi casa hace pocos días y me dijeron a mí y a mi esposa que tenía que marcharme en 20 minutos", relata Bejram Gjerceku, un hombre de más de 70 años al que pareciera que el corazón se le fuese a escapar cuando recuerda la tan usada amenaza. "Creo que éramos los últimos albanokosovares que quedábamos en esa manzana", dice ahora con desolación a través de la puerta, que sólo entreabre -asegura tener pánico a salir a la calle-, del domicilio de un familiar que les ha acogido.

No lejos de esa casa, aún con las inconfundible señales de que sobre ella cayeron las bombas de la OTAN en la campaña de la Alianza que puso fin a la guerra en la antigua Yugoslavia, se arremolinan otras víctimas de la misma intolerancia.

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Son varias mujeres con la cara todavía marcada por los golpes. El labio partido, la nariz hinchada, una mejilla amoratada. "Nos agarraron en la calle y nos golpearon. Querían matarnos", asegura la más joven de entre ellas. "Hubieran acabado con nosotras, pero corrimos hasta refugiarnos junto a los soldados franceses", afirma con orgullo, pero no sin mucho miedo, al hacer el relato. "Pasa a menudo. Nos escupen o pintan amenazas en nuestras puertas. Conseguirán echarnos a todos", grita, para hacerse oír, otra mujer que ronda la cuarentena.

Para explicar la tensión que se vive en esta ciudad a unos 40 kilómetros de Pristina, una funcionaria de la Unmik (la Misión de Naciones Unidas para Kosovo), que prefiere guardar el anonimato, justifica que "Mitrovica es la única ciudad de Kosovo donde serbios y albanokosovares viven en los mismos edificios, en los mismos rellanos". "La clave para resolver los problemas de Kosovo está en Mitrovica. (...) De lo que aquí consigamos hacer dependerá en gran medida el futuro de esta región. Si fracasamos en esta ciudad, habremos perdido la batalla", puntualiza con pesimismo.

Alejado y rechazando ese mismo pesimismo ante los acontecimientos de las últimas semanas, en los que cerca de 10 personas perdieron la vida, entre ellas un francotirador albanokosovar, y más de 20, contando dos soldados franceses de la Kfor, resultaron heridas debido a la violencia interétnica, el administrador de la ONU para Kosovo, el francés Bernard Kouchner, mostraba hace unos días un lado más optimista de la misma moneda: "Si podemos encontrar una solución para Mitrovica, podremos encontrar una solución para Kosovo".

Pero, para muchos, la violencia de los últimos días es un punto sin retorno. Creen que una solución es ya imposible y temen que finalmente los problemas se resuelvan con la limpieza étnica de los serbios y de todos aquellos que no son albaneses.

"¿Una solución?", contesta a la pregunta un hombre joven desmovilizado del antiguo Ejército de Liberación para Kosovo. "Acabar con todos ellos igual que acabaron con nosotros. Ésa es mi solución. Son asesinos y deben morir", pontifica.

Abandonando el lado sur, dominado por los albanokosovares, se llega al norte, controlado por los serbios. Allí, en el edificio del Consejo Nacional Serbio, un portavoz asegura que tienen la consigna de preparar a las mujeres y los niños para abandonar la ciudad. "Estamos permanentemente atacados. Recibimos ataques de todos lados. No podemos permitir que nuestras familias mueran de un tiro de un francotirador. Tendremos que huir", cuenta, mientras señala un edificio que, según él, está tomado por francotiradores albanokosovares.

En la misma oficina, unos jóvenes serbios preparan sus brazaletes fluorescentes. Forman parte de lo que ellos denominan "grupos civiles de protección". Su misión consistirá en estar en lo alto de los edificios durante el toque de queda y vigilar en la oscuridad. Los brazaletes son la señal que muestra a las fuerzas de paz que están desarmados. Se muestran fieros y consideran que plantan cara a quienes les quieren robar su territorio.

Quedan apenas tres horas para el toque de queda y un grupo de jóvenes con la cabeza rapada hablan a gritos a través de sus teléfonos móviles. Se dirigen a la Dolce Vita, un café frecuentado por nacionalistas serbios y que ya ha sufrido un cierre por esta causa.

A ambos lados del puente, detrás de sus blindados, los soldados británicos, que han reemplazado a los franceses tras las acusaciones albanesas de favorecer a los serbios, aguantan estoicos bajo la nieve el peso de sus chalecos antibalas.

Pero su estrecha y reforzada vigilancia no parece que vaya a concluir un éxodo que parece confirmar a los albanokosovares el peor de sus temores: la conspiración serbia para limpiar étnicamente el norte de Mitrovica y crear un corredor serbio justo en la frontera de la provincia.

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Sobre la firma

Yolanda Monge
Desde 1998, ha contado para EL PAÍS, desde la redacción de Internacional en Madrid o sobre el terreno como enviada especial, algunos de los acontecimientos que fueron primera plana en el mundo, ya fuera la guerra de los Balcanes o la invasión norteamericana de Irak, entre otros. En la actualidad, es corresponsal en Washington.

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