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Reportaje:

Oiarzabal y Herzog comparten la emoción del Annapurna

¿Cómo se saluda a una leyenda octogenaria si ésta ha perdido todos los dedos de sus manos? ¿Puede uno acercarse al primer hombre que escaló una montaña de 8.000 metros y lanzarle una palmadita amistosa para eludir el muñón? ¿Quién la recibirá en ese caso, el alpinista o el personaje que ostentó el cargo de ministro de De Gaulle? Son dudas metódicas fundadas en el respeto sincero, titubeos que se diluyen cuando Maurice Herzog avanza su derecha mutilada, una mano que se tiende paralela a su mirada. Entonces, se impone la naturalidad y se le devuelve gesto y mirada. Más tarde, muestra orgulloso su corbata, regalo del lehendakari Ibarretxe. Una cortesía entre políticos, un detalle apreciado también por el alpinista.Invitado a la semana audiovisual organizada por el Club de Montaña Gazteiz, Herzog está a punto de enfrentarse a su memoria: el programa Al filo de lo imposible estrena el documental Annapurna, terminado en Madrid horas antes. El francés comparte el papel protagonista con Juanito Oiarzabal; ambos comparten además la ascensión al Annapurna (8.091 metros), gestas separadas en el tiempo por casi medio siglo.

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Para inaugurar la vía a los ochomiles, Herzog entregó todos los dedos de sus extremidades, pero sobre todo enterró todo el futuro que su pasión había programado. Después de pisar la cima del Annapurna, el 3 de junio de 1950, Herzog nunca volvió a escalar. De hecho, hoy puede afirmar que "murió" aquel día. Oiarzabal, sentado a su lado, sigue escalando después de cerrar en la mítica cima un periplo de 14 años invertidos en escalar las 14 cumbres más altas del planeta. "Yo no sé hacer otra cosa, no soy como Maurice, alguien con capacidad para escribir un libro, pasar a la vida política, cambiar radicalmente de vida". Su humildad no es fingida, Oiarzabal siempre ha sabido quién es. Herzog quiere explicarse, es su turno y desea recordar en voz alta cómo "volvió a nacer". Antes de despedirse de su vida, de la que se extinguió entre el hielo y los seracs del Annapurna, el escalador francés vivió una serie de sueños premonitorios mientras sus compañeros le trasladaban en camilla desde el campo base de la montaña hasta un hospital de la India. En sus pesadillas, sus compañeros de expedición lloraban inclinados sobre su tumba, y él, en su ataud hundido en la tierra, sostenía un crucifijo y contemplaba la escena.

El médico de la expedición logró frenar la gangrena que le devoraba los dedos a costa de amputárselos con unas tijeras. Cualquier momento parecía adecuado para desprenderse de la carne muerta: una cuneta polvorienta, un verde prado, el vagón de un tren... En el hospital, con el cuerpo enyesado, Herzog entró en un estado de absoluta desesperación, un estado de ruina moral que le convirtió en un auténtico mort-vivant, alguien que respira sin desearlo realmente. Años después, recuerda, "ví en el cine El hombre elefante, una cinta que me impactó. Al protagonista, un ser deforme, le encierran en una jaula como si fuera una atracción. La gente se acerca a los barrotes y le observa, y entonces, el plano cambia y se centra en los ojos del supuesto monstruo, unos ojos aterrorizados. Pues bien, yo me sentía igual en el hospital, sin poder moverme mientras desfilaban las visitas. Me ví como un objeto de feria. No tenía razones para vivir, ni porvenir alguno. Y un hombre que no tiene futuro está muerto". Herzog silencia su explicación con esta frase. Oiarzabal se remueve en su silla. Él tiene un camino, el Everest en marzo, la Antártida más tarde. Alguien solicita del alavés una frase hermosa como la que acaba de lanzar Herzog. Juanito sólo decepciona a los que no entienden que la belleza del discurso de Herzog debe atribuirse más a su sinceridad que al léxico, algo implícito en la respuesta de Oiarzabal: "Yo soy un hombre vulgar y hay cosas que no se me pueden pedir".

Una de las enfermeras que cuidó de Herzog durante un año y diez operaciones catalizó su regreso entre los vivos. La enfermera se acercó un día al alpinista y le suplicó que escribiera un libro sobre su aventura y sobre su "muerte".

-Pero Irene, no puedo escribir, no tengo dedos.

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-Da igual, lo dictará.

Poco después, una secretaria empezó a recoger las palabras de Herzog, que se convirtieron en Annapurna, primer ochomil, una obra que vendió 15 millones de ejemplares, "más que la biblia en Estados Unidos", puntualiza Herzog.

Oiarzabal, que recibió la visita de Herzog en el campo base del Annapurna, recuerda el momento como "el más emocionante de toda la expedición, más incluso que alcanzar la cima". Juanito recuerda la emoción pintada en el rostro de Herzog, sus constantes miradas hacia la cima: difícil no entender cómo se fundieron en ese instante en la mente del francés las imágenes serenas del presente con las vividas medio siglo atrás. "Nada ha cambiado", repetía Herzog, señalando diversos puntos del campo base, escuchando (sin atender) las palabras de unos y otros.

En presencia de Maurice Herzog siempre acaban suscitándose las mismas cuestiones: ¿Merecieron la pena semejantes mutilaciones? ¿Tantos esfuerzos para hollar una montaña? Medio siglo después de la conquista del Annapurna, apenas existen aventuras (en el sentido primitivo del término) capaces de motivar al hombre, mucho menos de implicar a todo un país. Los héroes cantan, actúan o juegan al fútbol. El propio Oiarzabal, sexto hombre que ha pisado todos los ochomiles del planeta, se descubre ante el ejemplo de hombres como Herzog y se reconoce inmerso en la era del marketing y de los contratos publicitarios. Herzog se niega a criticar la realidad del presente pero defiende su pasado: "No escalé el Annapurna por orgullo o vanidad. Soy un hombre de la montaña, que creció junto al Mont Blanc. Soñaba con montañas cada vez más altas, países lejanos, elevaciones desconocidas. En ese sentido, el Annapurna fue una aventura inmensa en mi vida, la transformó. Me dió más que la vida misma y, en consecuencia, no me arrepiento de nada".

"Golpe al corazón"

Las imágenes del documental Annapurna danzan en la cabeza de Herzog. Oiarzabal murmura admirado el valor de las imágenes: él mismo en la cima de la montaña, la carne colgando de los dedos del francés tras regresar al campo base... "C´ est un coup au coeur", admite Herzog [literalmente, "es un golpe directo al corazón"]. A su alrededor, se hace el más respetuoso de los silencios. El personaje que inspiró a la generación más importante de alpinistas que ha existido conserva su aura: "Soy otro hombre desde el 3 de junio de 1950. No sé si mejor, pero sí con otra personalidad. Soy más auténtico, menos orgulloso, más sabio. En definitiva, un hombre". Su voz no es la de una persona de 81 años. No es la voz de alguien de nuestro tiempo. Si Herzog murió en 1950, conservó en su resurrección toda la autencidad y el carisma de los seres excepcionales.

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