Postal de Mallorca JOAN DE SAGARRA
Palma, jueves, 10 de febrero, nueve de la mañana. Desayuno en el bar Bosch. Xocolata amb nata i ensaïmada. Una, dos... tres ensiamades, como decíamos aquí, en el Eixample barcelonés. ¡Qué delicia! Hace algo de fresquito, pero al poco asoma por la bahía un sol que se quiere hermoso y acabará siéndolo, uno de esos soles baleares, providenciales, que calientan los culos, espléndidos, de un par de cubanas, madre e hija, que se mueven un tanto perezosas, pero con una pereza muy vieja, que de tan vieja parece estudiada, mientras aguardan a que llegue el autobús frente a la terracita del bar Bosch, en la plaza de las Tortugas, hoy plaza de Juan Carlos I (me pregunto qué extraño parentesco debe de existir, si es que existe alguno, entre las tortugas y los Borbones. Misterio).Con la panza tranquila y después de encender el primer cigarro habano, un Punch que sabe a gloria y que, mira por donde, no venden en los estancos de Palma, donde proliferan los Cohibas horteras y esos Montecristos del 4, tan infumables que sólo tocarlos, sólo olerlos, me hacen pensar en una hipotética, desgraciada, necrópolis faraónica que Tabacalera juró haber descubierto en Malpartida de Cáceres, o en las ruinas de un convento de trapenses almerienses..., con la panza tranquila y mi Punch -Punch de Punch- humeando, preso entre mi castigada dentadura, me encaminé hacia la catedral. Cerrada. Hacen obras -media Palma está en obras, patas arriba-. Un grupo de alemanes, ante la fachada de la catedral, abren sus bocas -¡aaaah!-, unas bocas que, a la postre, se acaban cerrando, confundiéndose con la hormigonera que manipula con destreza un magrebí, al que los teutones fotografían, como si de Ramon Llull y de su caballo se tratase.
Regreso al bar Bosch. En los jardines que rodean la catedral me detengo ante el homenaje a Cavafis, ante el culo de la diosa que en su día moldeó nuestro Subirachs, nieto o biznieto del, si Dios no lo remedia, futuro beato Antoni Gaudí, genial masón, que es lo mismo que decir genial arquitecto, hijo glorioso de Cataluña y, si ustedes quieren, de los Països Catalans, al que no me cuesta mucho imaginármelo compartiendo una llagosta en el bar Bosch con Ramon Llull, ante la mirada volteriana, y un tanto acojonada, de Llorenç Villalonga. El sol, ese sol hermoso, generoso, providencial de Palma, ilumina el culo de la diosa e invita a acariciarlo. No me resisto a ello. El culo de la diosa es de silicona que no de gelatina, como el de la Monroe en Con faldas y a lo loco; el culo de la diosa es de cirugía plástica, de quirófano, de convergencia y de unión; le falta la suavidad de los culos de Maillol, el movimiento, inquieto, casi imperceptible, de los culos de Rodin, o de la pobre Camille. Le falta, en definitiva, la alegría de los culos de las cubanas, las perezosas mulatitas de la parada del autobús, en la plaza de las Tortugas borbónicas.
Tomo el aperitivo -un Ballantine's, no hay whiskey- en la terracita del bar Bosch, mientras aguardo a que Biel Mesquida y José Carlos Llop vengan a recogerme para ir a almorzar. Hojeo el Palma Kurier. A mi lado, un tipo disfrazado de Armani, de luto riguroso, con anillos, Rolex y Dupont de oro, platica con otro tipo -¿argelino, marroquí, tunecino?- y en un periquete me entero de cómo está la bolsa inmobiliaria en Mallorca. En esas llega un chaval con una flauta y ataca con el 'Himno de la alegría', de la Novena, para luego empalmar con La cucaracha o acabar con, digámoslo en catalán, El vals dels adéus. En el Palma Kurier leo que Paco Frutos confiesa que no espera conseguir demasiados votos en Mallorca. Pero el chaval de la flauta, pese a desafinar como un condenado, se lleva, por el popurrí, mi moneda de 20 duritos.
Llegan Llop y Mesquida. Llop, al que añoro sus crónicas mallorquinas en EL PAÍS; Llop, que dice haber descubierto un pub irlandés cercano a su casa; Llop, que dice estar escribiendo, terminando, una novela que en parte transcurre en el Pirineo catalán, en 1949, y al que yo imagino, y deseo, como una especie de Izzo o de Ferrandino mallorquín, sacándose de la manga una especie de detective o de comisario corruptísimo, hijo natural de un Cañellas, hijo a su vez de la tortuga y del culo inconmovible, inquebrantable, de la diosa de Subirachs; un personaje que nos contase los crímenes imposibles y reales de esa Mallorca teutónica por la que, como decía Pere Noguera, un viejo amigo, teatrero y coñón, de lunes a viernes se pasean una serie de alemanas abandonadas por sus maridos -que toman el avión para ir a trabajar a Alemania- y que, al decir de Noguera, están pidiendo a gritos que la Universidad de las Islas Baleares organice un master de gigolos, bajo la advocación de Fortunio Bonanova, para colmar sus soledades. Y mientras uno pensaba esos disparates, desbarats, como decía don Llorenç, llegaron Llop y Biel, y me llevaron a almorzar a Sa Roqueta, donde Serapio nos regaló con un arròs a banda que, ése sí, no salía de ningún quirófano. Era un arroz mediterráneo, cavafiano e incluso un pelo cubano que nos alegró la tarde, mientras Biel, cariñoso, noble, sensible, Biel Mesquida, me hizo llorar una vez más evocando nuestros encuentros con Blai Bonet, el dulce Blai Bonet, en Cala Figuera.
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