Nosotros
LUIS GARCÍA MONTERO
El cuento de Manuel Rivas titulado La lengua de las mariposas narra la historia de un maestro entusiasmado con su trabajo. Descendiente legítimo de la tradición krausista española, tal vez alumno de la Institución Libre de Enseñanza, supera con vocación pedagógica el desamparo oficial y la realidad mezquina de un sueldo pobre, que apenas si da para pagar el traje que le cubre. Se trata, sin duda, de un buen hombre, ayudado por algunos buenos hombres del pueblo donde trabaja. Un buen niño y un buen sastre, muy buenos en el buen sentido de la palabra buenos, protagonizan la historia del cuento.
No parece raro que un maestro laico, poco aficionado a dejarse ver en los dominios del cura, fuese detenido en julio de 1936, víctima propiciatoria del gran ritual franquista. Uno está acostumbrado a intuir el inevitable final trágico de ciertos destinos. Pero el cuento de Manuel Rivas conmueve radicalmente porque son los buenos, la gente caritativa y honrada, el niño amigo y el sastre que regala un traje, quienes acaban apedreando al maestro, insultándole, llamándole con desprecio rojo y comunista, movidos por el miedo, por la inseguridad, por una pasión incontenible que brota de sus cuerpos y tal vez condensa la rabia que sentimos ante nuestra propia mezquindad, esa huida hacia delante que provocan todas las miserias.
Resulta consolador que nos cuenten las historias con un reparto preciso entre buenos y malos, entre ángeles del hogar y personajes que muestran en sus ojeras o en sus uniformes el resumen llamativo del mal. Pero la literatura actúa como territorio del matiz y de la libertad, porque describe situaciones complejas. En este sentido los buenos libros se parecen a esas entrevistas en las que alguien muestra su sorpresa al enterarse de que el vecino del tercero, un hombre tan correcto, tan normal, tan agradable, acaba de ser detenido por cinco asesinatos crueles, con violación, tortura y alevosía. ¡Era un hombre tan normal!
Para explicarnos las causas del racismo ha sido fácil idear la maldad abstracta de Hitler, convirtiendo el uniforme nazi en un atuendo folletinesco del terror. Pero estos días hemos podido comprobar que gente como nosotros, sin uniforme, muy agradable con sus familias y con sus vecinos, se siente de pronto cargada de razón para perseguir, golpear, quemar plantaciones, destrozar bares y humillar al moro. Yo no soy racista, pero... Y es verdad. Hitler no era racista, simplemente un día se sintió cargado de razón para exterminar al pueblo judío. Los andaluces de El Ejido, propietarios altivos de invernaderos, tampoco son racistas. Se trata de gente normal, como nosotros.
La complejidad de la Historia empieza a comprenderse cuando admitimos que el crimen y la explotación son asuntos de gente normal. Pero es ésta una intuición que por ahora sólo preocupa a los cuentistas. Como ocurrió en el accidente esperpéntico de Muebles Peralta, el suelo democrático está a punto de hundirse con el peso de tanta gente agolpada en el centro derecha, en la despreocupación ideológica y en los mandatos de la santa economía sin control.
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