Derechos y legalidad: o en serio, o en riesgo
Kohl ha pasado en fechas recientes a engrosar la lista de hombres públicos de primer nivel que pone de manifiesto con sus actos el peculiar sentido de la legalidad que se expresa en los fenómenos de corrupción. También en el estadista alemán retirado se ha hecho presente el político legibus solutus, esto es, por encima de las reglas del pacto, pensadas (por él y por quienes como él actúan) solamente para los demás. Casi al mismo tiempo, Yeltsin -el ruso no es un escenario para medias tintas- recibía carta de impunidad (pues de eso se trata) de su sucesor. Es decir, en este supuesto, se formalizaba con luz y taquígrafos lo que tantas veces ha operado -"hoy por ti mañana por mí"- desde la base del contrato no escrito del traspaso de los trastos de la gobernación.Pero no para ahí la cosa. Un titular de prensa informa ahora de que Chirac, aunque habría materia, "no es penalmente responsable" por imperativo constitucional, debido a que el cargo le blinda frente a eventuales acciones judiciales. Sí parece serlo Juppé, después de que, en 1995 (cfr. EL PAÍS de 12 de octubre de ese año) el fiscal de París, no obstante contar con abrumadores indicios de criminalidad contra él, en uso del criterio de oportunidad, hubiera decidido no proceder. Y sabemos asimismo que, en Israel, el presidente Weizman es ahora objeto de una investigación por evasión fiscal.
El hilo conductor de todos estos supuestos odiosos está trenzado de dinero sucio: una buena parte, en el caso de Kohl, procedente -todo un paradigma- del comercio de armas; dinero que, al fin, suele perderse en oscuras cuentas de partido y en otras cuentas. En el de Weizman la cuenta sería personal. Aunque la verdad ¿qué más da? O, dicho con más propiedad, ¿qué será peor y más destructivo, el ilícito individual o el ilícito de partido, la compraventa del político individual o la del político colectivo? Sobre todo si se está al papel constitucional, esencial e irremplazable, del partido político en nuestras democracias.
Hay alguna tendencia a restar importancia a estas modalidades de ilegalidad cuando son delictivas, como si formaran un capítulo aparte de la delincuencia común. Pero no es así, porque ninguna diferencia ontológica la separa de ésta y, además, porque, en todo caso, ambas suelen ir de la mano, incluso se presuponen y necesitan recíprocamente. En efecto, hay trabajos, sobre todo, los de captación y manejo de los fondos negros, que precisan de expertos en negocios poco limpios; que de esa manera indirecta resultan -se quiera o no se quiera- incorporados a la gestión de la parte sumergida de la política en acto, cuya importancia es realmente no desdeñable. Y aunque las acciones concretas -según su naturaleza y el rango y papel del sujeto activo- puedan producir una diversidad de figuras antijurídicas de desigual gravedad penal, dada la esencial homogeneidad negativa de todas ellas y su estrecha interimplicación, al final del círculo -vicioso donde los haya- resulta francamente indiferente que las mismas se encuentren catalogadas en una u otra región del Código Penal.
Hubo un momento, cuando comenzó a menudear la irrupción de esta clase de vicisitudes en el circuito judicial, en que cupo pensar con ingenuidad comprensible que podrían estar comenzando a darse las condiciones para un cambio de situación. Para una progresiva dignificación de la vida pública, por la entrada en actividad de toda la constelación de mecanismos de control (del parlamentario a los propios de los aparatos administrativos) en buena medida desactivados y, a veces, fuera de uso; y quizá susceptibles de rehabilitación -"a la fuerza ahorcan"- bajo la presión del escándalo producido por la más que ocasional emergencia de tales aparatosas formas de ilegalidad criminal.
Pero la verdad es que de eso nada, es decir, nada relevante, ha ocurrido. Alguna concesión circunstancial, por lo general asociada a momentos preelectorales, pero ninguna revitalización seria de los presupuestos estructurales y orgánicos del imperio de la ley en aquellos lugares institucionales en que su vigencia real ha demostrado hallarse tan comprometida. Peor aún, en su lugar, la demonización de los conductores de las actuaciones judiciales y de las actuaciones judiciales mismas, con la contrapartida frecuente de la exaltación de los procesados y condenados a la patética e inédita condición de héroes civiles. Hasta llegar, como en el caso de Craxi, a una suerte de obscena beatificación.
Mientras, en el lugar de la seria política de las reformas y de la profundización de las cautelas constitucionales y legales del ejercicio del poder que tanta falta hacen, la proclamación del arrepentimiento, como nueva categoría de la política. Obviamente, sólo como figura retórica, es decir, ni siquiera acompañado de los requisitos previstos por el viejo moralista para dar credibilidad a la invocación de la rancia institución penitencial.
Y todavía más, en algunos proyectos, de los que el de Berlusconi es todo un modelo (al parecer, contagioso), se sugiere que el problema no está en la crisis de la legalidad en la actuación de los actores públicos, sino en el exceso de legalidad -y, como consecuencia, de jurisdicción- en el vigente modelo de Estado. El derecho sería una traba para el recto sentido (el managerial) de la política, que tiene su referente más significativo en el poderoso dueño de la empresa que se hizo Estado. Y que ahora vuelve a intentarlo, no sin posibilidades: así están las cosas. Poco bien, si se tiene en cuenta que lo mejor del actual constitucionalismo, el que se trataría de desmantelar, despegó precisamente en Italia y, no por casualidad, tras la derrota del fascismo.
El argumento, a pesar de la notable falta de rigor y de los elocuentes resultados de la prueba de los hechos, hace fortuna, sobre todo entre los damnificados por el moderado ocasional retorno de la legalidad en serio que ha supuesto la exigencia de responsabilidades, generalmente de Código Penal, en algunos casos. Pero es un argumento ciertamente pobre, pues, en marcos constitucionales como los que rigen en nuestros países, el único límite impuesto a la política legislativa es el representado por el respeto de los derechos fundamentales; y, en el caso de la actividad político-administrativa, este mismo y el de la ley, la penal en último extremo. Así, entre lo indiferente para el derecho y lo directamente inconstitucional, ilegal o delictivo, no se dirá que no existe un campo de actuación realmente inmenso para la gestión de la polis.
Por otra parte, sugerir del poder judicial que podría estar siendo o haber sido abusivamente invasivo en los sangrantes casos de referencia, es también algo que no se sostiene. Primero, porque aquél no sale por sí mismo a buscar los casos. Y, sobre todo, porque bastaría -que no es mucho pedir a sus responsables- con que la tasa de ilegalidad e ilegalidad criminal decreciera en ciertos ámbitos, para mantener a los jueces y a los fiscales administrando una justicia menos problemática, con beneficio sobre todo para el justiciable de a pie, que ganaría tiempo y dinero.
Junto al argumento de demasiado derecho, se maneja también,
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cada vez más, el de demasiados derechos, y demasiado rígidos, en nuestras constituciones, se entiende. Lo que estaría representando una suerte de hipoteca para las mayorías que, sin haber votado aquellos textos, tienen que vivir bajo su imperio; en la práctica, la verdad, bastante tenue. De todas formas la experiencia demuestra que cada generación recibe en herencia alguna hipoteca y que la representada por el otro polo de la alternativa, el de un constitucionalismo débil y pobre de contenidos, con todas sus consecuencias, sería, con seguridad, bastante más gravosa para la inmensa mayoría.
En la materia hay hoy buenas razones para no dormirse, e incluso, me atrevería a decir, para no dormir. Basta pensar que ya en la actualidad forman parte de nuestro entorno europeo -junto a las políticas reductivas en curso- iniciativas tan elocuentes como las referendarias suscritas en Italia por el partido de Panella y Bonino, que se resuelven en la propuesta de supresión de algunos derechos fundamentales, que lo son, sobre todo, para los sujetos más débiles. Se trata de la cancelación de garantías elementales de los derechos de los trabajadores, y de los derechos sociales. En concreto, el lanzamiento directo del trabajo como mercancía tout court al mercado y la eliminación de la sanidad pública y de las pensiones, en beneficio de las aseguradoras privadas.
Dados los actuales ritmos y prioridades de la política diríase que no hay espacio en la agenda para prestar a estas cuestiones y a sus vicisitudes una atención de la profundidad que merecen; quizá porque su calado exige compromisos y perspectivas más que de legislatura. Pero lo cierto es que la propia política padece hoy una carga de deslegitimación, de gravísimas consecuencias para todos, que no me parece descabellado asociar a ese desentendimiento.
Perfecto Andrés Ibáñez es magistrado.
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