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Los mirones BENJAMÍN PRADO

A los niños nos gustaba espiar los coches. Eran casi siempre modelos baratos, un Gordini o un Seat 850, utilitarios de tonos tristes que las parejas aparcaban detrás de un edificio en ruinas, debajo de unos árboles, junto a unas vías muertas. En su interior se oían ruidos incomprensibles y a veces se adivinaban, tan borrosos tras el vaho de los cristales como estatuas hundidas en el fondo de un río, la espalda arqueada de un hombre o los senos de una mujer desnuda. Una vez ocurrió algo: estábamos muy cerca de uno de aquellos automóviles cuando uno de nosotros nos delató pisando una rama seca; los sonidos y las voces de la cabina se interrumpieron y nos quedamos inmóviles, paralizados por el miedo, por la seguridad de ser descubiertos y cazados, de ser insultados, abofeteados, quizás entregados a la Guardia Civil. No ocurrió nada de eso. El coche empezó a llenarse otra vez de suspiros y, a los pocos minutos, una mano limpió, desde dentro, la ventana empañada. ¿Fue un gesto casual? ¿Fue un acto premeditado? Los niños que éramos entonces salieron corriendo y nunca lo han sabido.¿Hay dos clases de personas, las que prefieren mirar y las que prefieren que las miren? No lo creo. A veces, estás desayunando en cualquier cafetería o lees el periódico en un autobús cuando, de repente, notas que te vigilan, que alguien sigue cada movimiento tuyo, te ve hablar por un móvil, sorber el café o escribir algo en una libreta; o sorprendes a un vecino que te clava los ojos desde su habitación de enfrente, simétrica a la tuya y, de forma instantánea, lo que estás haciendo se vuelve ridículo o hasta vergonzoso: tengo una bandeja, me estaba riendo solo, mis zapatillas son moradas. Pero 10 minutos después eres tú el que lo hace, quien observa a otro fijamente, en ocasiones por algún motivo y en ocasiones sin saber por qué. No hay personas de dos clases. Todo el mundo es como todo el mundo y una ciudad está hecha de desconocidos que se estudian, se tasan, intentan descifrarse.

Los franceses llaman voyeurs a los mirones, y los ingleses los llaman peeping tom, un término robado de la leyenda de lady Godiva, quien en el siglo XI suplicó a su marido, el conde de Chester, que rebajara los impuestos al pueblo de Coventry y obtuvo una respuesta extraña: el malvado terrateniente le concedería su deseo si antes cabalgaba desnuda por las calles de la ciudad. La mujer aceptó el martirio, pero todos los habitantes de la ciudad se encerraron en sus casas, en señal de respeto y para no humillarla. Todos excepto uno, Tom el zapatero, a quien desde entonces se conoce como Peeping Tom, Tom el Fisgón. En España no tenemos una leyenda así, pero sí un poema de Gil de Biedma que trata de la otra mitad de este asunto y también se titula Peeping Tom: "Ojos de solitario, muchachito atónito / que sorprendí mirándonos / en aquel pinarcillo, junto a la Facultad de Letras, / hace más de once años, / al ir a separarme, / todavía atontado de saliva y de arena, / después de revolcarnos los dos medio vestidos, / felices como bestias. / Te recuerdo, es curioso / con qué reconcentrada intensidad de símbolo, / va unido a aquella historia, / mi primera experiencia de amor correspondido. / A veces me pregunto qué habrá sido de ti. / Y si ahora en tus noches junto a un cuerpo / vuelve la vieja escena / y todavía espías nuestros besos. / Así me vuelve a mí desde el pasado, / como un grito inconexo, / la imagen de tus ojos. Expresión / de mi propio deseo".

Mirar puede ser un delito y ser mirado puede convertirse en una forma de arte. En Chile hay una artista cuya obra consiste en habitar una casa de cristal en donde lleva una vida transparente, donde cualquiera puede contemplarla en cualquier momento, de día y de noche, las veinticuatro horas del día y esté haciendo lo que esté haciendo. Eso es una nueva forma de arte. Y en varios puntos de Europa la policía ha desarticulado una banda de delincuentes cuyo negocio consistía en colocar cámaras diminutas en cuartos de baño, saunas o probadores y vender por Internet las imágenes de sus víctimas desnudas. Eso es un delito. Aunque puede que si se hubiera desvelado dónde estaban las cámaras, alguien hubiera ido a esos probadores, y hubiese empezado a quitarse lentamente la ropa... Tengo que terminar, porque alguien mira hacia aquí desde la calle.

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