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Teoría y práctica del euskera

PEDRO UGARTE

Cada pocas semanas (la última oportunidad ha sido un tenso cruce de palabras entre Xabier Arzalluz y las distintas asociaciones de jueces), el euskera se transforma en motor de nuevas polémicas políticas. La normalización lingüística quizás sea un proceso que va adelante, pero lo que no se normaliza es la relación que deben guardar entre sí lengua y política. No habría que resignarse a que el euskera sea un arma más en nuestro célebre conflicto. Incluso cuando, recientemente, autoridades del Condado de Treviño volvieron a pedir la integración en Álava y hablaron del euskera como lengua propia, las instituciones castellano-leonesas respondieron de forma airada a los aspectos políticos de la declaración, pero con respeto a la consideración que los treviñeses hacían del euskera como patrimonio de su pueblo. Ése es un gesto que honra al Gobierno castellano, un gesto del que podríamos extraer algunas lecciones si no fuera porque en este país, por definición, nunca tenemos ganas de aprender.

Urge articular una verdadera separación entre política y cultura. Aún no hemos logrado eximir al euskera (y, de paso, al castellano) de incómodas connotaciones políticas, y uno teme que no lleguemos a hacerlo nunca. Pero que el euskera tiene la desgracia de vivir de esa manera se demuestra a partir de otra constatación: en relación con la lengua vasca, la teoría y la práctica no siempre van necesariamente unidas.

Con el euskera, a menudo, se obra por delegación. Mucha gente que dice defenderlo y valorarlo remite la responsabilidad de su conocimiento y ejercicio a terceras personas. Los padres desconocen el euskera, pero quieren que sus hijos lo aprendan. Los directores de departamento lo ignoran del mismo modo, pero pretenden que lo hablen los jefes de servicio. Los jefes de servicio, si pueden, delegan este deber en los técnicos, y aún éstos en los administrativos. A menudo, las entidades públicas trabajan en euskera en un estrato meramente telefónico. Incluso a veces, si uno acepta la invitación de un "Egun on" al otro lado de la línea y se extiende después en lengua vasca, la recepcionista, azorada, pasa de pronto al castellano, e incluso sin considerar la necesidad de una disculpa.

Se habla mucho, muchísimo, sobre el euskera, pero se habla poco en él. Todavía más, el paisito está trufado de pelmazos que no hacen más que hablar sobre el euskera sin la más mínima intención de conocerlo. Incluso existe una especie de linajuda confusión que permite a ciertos castellanoparlantes sentirse euskaldunes sólo porque su abuela lo era, y mirar por encima del hombro a cualquier persona exenta de prejuicios para hablarlo.

Se trata de una especie de herencia atávica ante la que nada podemos hacer los reconvertidos, los voluntariosos euskaldunberris que aún tenemos que soportar que algún idiota nos recuerde cómo pronunciamos la lengua de forma muy distinta a su aitite de Bermeo. Es como una Cámara de los Lores donde algunos cuentan con escaño hereditario y, no contentos con ausentarse del hemiciclo, pretenden que nadie pueda ocupar su asiento. Un poeta vasco escribió hace algunos años la frase más contundente acerca del euskera, una frase que, por cierto, resuelve el intrincado problema de un plumazo: una lengua no muere porque aquellos que la desconocen no la aprendan, sino porque aquellos que la conocen no la hablen.

Quizás la confesión personal no resulte elegante, pero uno está un poco harto de que le califiquen políticamente por la elección del castellano como lengua literaria, por la línea editorial del periódico en que escribe, o por la resuelta convicción de que, en cultura, todo lo que sea sumar revierte en el mismo cántaro. Y, paradójicamente, de nada vale que además utilice el euskera cada vez que hay ocasión: pronto algún monolingüe castellano vendrá a puntualizarle su irremediable déficit vasquista.

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