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Tribuna
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Compromiso

Enrique Gil Calvo

La reanudación de los atentados terroristas obliga a reflexionar sobre el estado actual de la cuestión vasca, que tras la efectiva ruptura de la tregua parece haber entrado en un impasse. Excuso decir que los únicos culpables de los crímenes son sus responsables directos, pero constatarlo no nos exime del deber de buscar más explicaciones, examinando los factores políticos que pudieron facilitar su injustificable comisión. ¿Podría haberse evitado la ruptura de la tregua con otros planteamientos políticos de mayor eficacia preventiva? Prescindiré, por supuesto, de cualquier consideración técnica en materia policial, que no es pertinente para el tipo de análisis que planteo. Pues lo relevante es preguntarse en qué medida las opuestas estrategias políticas de nacionalistas y estatutarios han impedido lograr que la tregua se prolongase indefinidamente, hasta acabar por convertirse en definitiva e irreversible. ¿Por qué abortó el despegue del proceso de paz?Aquí suelen ofrecerse dos respuestas antitéticas. Los estatutarios acusan a los nacionalistas de plegarse al chantaje terrorista incentivando a ETA, al premiar con cesiones autodeterministas su amenaza coactiva de usar la violencia. Lo cual les ha encerrado en un círculo vicioso, pues ante la ruptura efectiva de la tregua los nacionalistas se verán obligados a profundizar en su suicida rendición incondicional, ofreciendo nuevas concesiones a ETA con la inútil esperanza de aplacar a la fiera: más de lo mismo en la evangélica postura de ofrecer la otra mejilla, que siempre resulta ser una mejilla ajena. Y mientras no rompan el círculo vicioso en que se han encerrado, los nacionalistas no tendrán más salida que blindar Lizarra ante los atentados, acentuando su entendimiento con el brazo político de los terroristas.

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En el bando contrario se ofrece la simétrica explicación opuesta. Para ellos, la ruptura de la tregua se debe al inmovilismo del Gobierno, que no supo tener cintura para negociar con ETA o no quiso hacerlo por razones electoralistas. Pero este argumento, así expresado en versión simplificada, presenta una debilidad lógica, pues el Gobierno siempre mantuvo, por boca de Jaime Mayor Oreja, que sólo se trataba de una tregua-trampa en la que no se debía caer: así que no habría inmovilismo sino prudencia para prevenir por anticipado la ruptura de la falsa tregua. Lo cual resulta verosímil, pero no anula otra posible versión más sofisticada del argumento inmovilista, que es la que ofrece Joaquín Almunia: si el Gobierno fracasó en su gestión política de la tregua fue por su incapacidad para convencer al Partido Nacionalista Vasco, permitiendo que este partido se deslizase por la pendiente de la atracción secesionista. Así que el inmovilismo de José María Aznar residió en su impotencia para evitar que se abriera una fractura insalvable entre la élite de poder vasca y la de Madrid, ofreciendo a ETA un filón político bien fácil de explotar.

¿Cómo salir del atolladero, superando este callejón sin salida? A partir de los dos argumentos antes expuestos, se plantea un doble objetivo a cumplir. Por un lado, conviene ayudar al Partido Nacionalista Vasco a cortar el círculo vicioso en el que se encerró, o fue llevado a encerrarse. Y por el otro, hay que superar la brecha abierta entre el nacionalismo vasco moderado y el Gobierno de Madrid. Pero ambos propósitos se complementan dibujando una sola meta común, que es la de recuperar el consenso entre todos los demócratas nacionalistas y estatutarios. Sólo así se respetará el modelo de democracia consociativa (o por consenso) que para Arend Lijphart es el único aplicable a sociedades plurales y heterogéneas como la vasca.

Es evidente que el pacto de Ajuria Enea ya no se puede reeditar, pues la historia no pasa en balde. Pero siempre se puede trabajar para recrear un nuevo compromiso común, no necesariamente basado en la autodeterminación pero sí, como el irlandés de Stormont, en el libre consentimiento explícito de la mayoría absoluta del censo. Como señala Bernard Manin, el consentimiento constituye la esencia de la democracia representativa. Pero no puede plantearse sin acabar previamente con todo residuo de coacción.

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