España, Francia e Italia forman una nación
A medida que crece en nuestras sociedades la incertidumbre sobre el rumbo del mundo, a medida que los pueblos danzan al ritmo que marcan los movimientos especulativos del capital, proliferan sin cesar recetas ya experimentadas que nos retrotraen al pasado. El retorno de los fundamentalismos religiosos y el recurso al enroque nacionalista son dos propuestas letales, pues no sólo confluyen en la lógica común del pueblo elegido, liberado de la cautividad y conducido por emisarios divinos hacia la tierra prometida, sino que ambas opciones se fundamentan en la lógica binaria del amigo y del enemigo, en la división radical entre fieles e infieles, autóctonos y foráneos, y, en último término, en la vieja estrategia bélica que implica el nosotros contra ellos porque nosotros somos diferentes y superiores a ellos.Nacionalismos y fanatismos religiosos comparten un sustrato común de primitivismo que consiste en considerar el propio y pequeño espacio tribal como si fuese el centro de la tierra, el ombligo del mundo. Coinciden también -consciente o inconscientemente, poco importa- en servir de obstáculo a posibles alternativas progresistas que nos ayuden a neutralizar el actual desarrollo implacable del capitalismo, a domesticar el salvajismo de un mercado autorregulado que genera desigualdades brutales, precarización del trabajo, paro y miseria para la mayoría del género humano.
Una y otra vez, repetidamente, como si se tratase de un disco rayado, comprobamos cómo la agenda política se agota en presuntas reivindicaciones realizadas en nombre de los derechos inalienables de vascos, catalanes, corsos, bretones o partidarios de la Padania, sin que se aborden de forma clara los graves problemas relativos a las desigualdades sociales, los efectos destructores de la precarización laboral, los atentados perpetrados por determinados gobiernos -mediante la patrimonialización del Estado o las privatizaciones de los bienes de propiedad pública- contra los intereses colectivos, la necesidad de arbitrar mecanismos para la redistribución de la riqueza, la urgencia de poner en marcha medidas de desarme y de desmilitarización de las sociedades a escala mundial. Estos y otros asuntos de la mayor trascendencia social y política deben ser abordados de forma prioritaria, pues de su progresiva solución depende la posibilidad de alcanzar para todas las sociedades cotas más altas de democracia.
El destino de la humanidad no está marcado por una especie de pecado original que lastraría para siempre la historia y nos condenaría inexorablemente al desastre. Los problemas del presente no se derivan del pecado de Adán, ni todo ha ido a peor desde que Heráclito, el oscuro, optó por pensar la realidad como cambio constante, ni tampoco tienen razón quienes creen descubrir en el nacimiento y desarrollo de la técnica la raíz de todos los males, o los que consideran que todo ha quedado definitivamente perdido tras la derrota de la Revolución de Octubre, o tras la derrota de la República en la guerra civil española de 1936. Las alternativas para superar las condiciones que hacen intolerable nuestro presente no pasan por las lamentaciones ni por la autoflagelación, ni tampoco por retornar a ninguna selva negra o a las múltiples y confortables moradas del ser en donde habitan los dioses penates. El destino no existe, los cambios no están escritos en unos milenarios pergaminos bíblicos, ni tampoco dependen de los febriles sueños de liberación de unos pocos iluminados. El tiempo de los pastores de pueblos afortunadamente se ha acabado para siempre porque en el mundo actual ya no es posible amordazar al pensamiento libre.
Observaba Albert Camus en el Discurso de Suecia, cuando recibió el Premio Nobel de Literatura, que cada generación se cree destinada a rehacer el mundo, pero que existe una tarea aún mas urgente y encomiable: evitar que el mundo se deshaga. Para ello, el autor de El hombre rebelde, el fustigador de la pena de muerte, el luchador contra todas las formas de barbarie -incluida la barbarie de los colonizados-, proponía restaurar entre las naciones una paz que no fuese la de la servidumbre, reconciliar el trabajo y la cultura, rehacer con todos los seres humanos un arco de la alianza.
Los dos grandes pilares que nos permitirán avanzar socialmente hacia un mundo sin esclavos ni amos son la verdad y la libertad. "Cada vez que un hombre en el mundo es encadenado, nosotros estamos encadenados a él. La libertad debe ser para todos o para nadie. Ésta es la única forma de democracia que merece el sacrificio. El hombre es esa fuerza que acaba siempre expulsando a los tiranos y a los dioses", escribió también Albert Camus en una de sus Cartas a un amigo alemán. Cuando en 1948 las Cartas fueron traducidas al italiano, Camus afirmaba en el Prefacio haber accedido a la edición para "contribuir, siquiera mínimamente, a que caiga un día la estúpida frontera que separa nuestros dos territorios que, junto con España, forman una nación".
España, Francia e Italia, tres Estados europeos que compartieron la romanización y asumieron en distintos momentos de su historia la revolución democrática, forman una nación, pues constituyen un grupo humano de ciudadanos vinculados por una solidaridad común. En la actualidad, tras la caída del muro de Berlín, tras el derrumbe de las dictaduras comunistas, tras el progresivo desdibujamiento de las fronteras en la Europa del euro, somos muchos los que, de acuerdo con Camus, sentimos la necesidad de avanzar a partir de la verdad y la libertad hacia una Europa social y política articulada en torno a la conquista de un estatuto universal de ciudadanía. La Europa a construir es la de la inteligencia y la del trabajo, no la de los caciques y oligarcas. Frente al incremento del trabajo precario y el paro forzoso, frente al adoctrinamiento operado por quienes escriben y piensan al dictado del imperialismo del mercado, o frente a quienes en nombre de una presunta identidad nacional recurren al crimen y a la barbarie para trazar nuevas fronteras y crear nuevos Estados, urge la elaboración de una Constitución europea y la formación de una Europa social que defienda la libertad y la dignidad de todos los seres humanos.
Si España, Francia e Italia forman una nación -y en este sentido la posición libertaria de Albert Camus es mucho más convincente que el jesuitismo de pequeños conspiradores ansiosos de ponerse galones y medallas-, entonces algunos de los actuales conflictos territoriales podrían encontrar una base de solución en este nuevo marco. Conviene, sin embargo, no practicar la política del avestruz. La lealtad a una Europa común, a una nación europea que promueva los derechos, las libertades, la igualdad, no es compatible con el fanatismo practicado en nombre de la fidelidad a vivencias emocionales tribales que por lo general sirven para articular la solidaridad mecánica de los nacionalismos. En el otro polo, la alternativa pasa por el crecimiento de la insolidaridad a escala planetaria propiciado por la hegemonía del mercado.
"Un día llegará", decía Camus a los exiliados españoles en un mitin organizado en París en 1951 por los Amigos de la causa republicana contra la dictadura de Franco, "en el que Europa surgirá triunfante de sus miserias y de sus crímenes, en el que al fin revivirá. Ese día nosotros, europeos, encontraremos nuevamente con vosotros una patria más". Franco ha muerto y, con dificultades, la vieja tierra española se recobra de sus heridas, pero Europa y el mundo entero siguen precisando todo nuestro esfuerzo y todo un intenso trabajo realizado en cooperación para hermanar a los pueblos de la tierra en una nación común de ciudadanos libres.
Fernando Álvarez-Uría es profesor titular de Sociología en la Universidad Complutense.
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