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El rey de los cochinos MONCHO ALPUENTE

La primera fiesta del nutrido calendario madrileño, tras la de los Reyes Magos, que no deja de ser cola y colofón de las navidades del año anterior, es una festividad menor porque no se escribe con números rojos y festivos, y porque no celebra humanas gestas ni glorias divinas, sino anónimas y sacrificadas vidas animales.La fiesta se encomienda al extemporáneo patronazgo de san Antón, nombre familiar de san Antonio Abad, eremita en los desiertos egipcios de la Tebaida que, para paliar su propia soledad y la de sus numerosos colegas de oficio instalados en los alrededores, fundó los primeros monasterios de la cristiandad. A san Antón, vaya usted a saber por qué, se le representa acompañado por un cerdo, sambenito iconográfico y heráldico donde los haya, un animal muy poco espiritual y escasamente fotogénico.

El puerco humilde que le tocó como penitencia convirtió al barbado padre de la vida monástica en un santo popular y simpático, despojándole de sus severos atributos para ponerle al frente de una impenitente y bullidora cofradía.

La moderna fiesta de san Antón es el resultado de la cristianización y domesticación de una antiquísima festividad pagana, las saturnales que celebraban los porqueros madrileños, la mojiganga del "Rey de los Cochinos", una fiesta medieval como la del "Rey de los Locos" de París. Una excepción compensatoria que permitía 24 horas de desafuero a los villanos de la corte de los milagros, sometidos los 364 días restantes, 365 en los años bisiestos, al desaforado y despótico poder de los señores.

El concejo medieval madrileño, cuenta el cronista Pedro de Répide, criaba y engordaba por su cuenta una piara de cerdos campeones que el día de san Antón competían en singular carrera para alzarse con el título de cerdo-rey y ceñirse una corona de ajos y cebollas. Tras la competición cerdil se procedía a la elección del porquero digno de igualarle en esa fecha tan señalada y de suplir en sus funciones al alcalde de la villa. Con barbas y báculo, vestido de san Antón y a lomos de burro, el "rey de los cochinos" desfilaba con su par, el cochino rey, en una procesión amenizada por el sonar de los cencerros y los cuernos, entre gritos y coplas obscenas y blasfemas.

Cuando Madrid se hizo capital y el poder real, en la doble acepción del término, se metió en su casa se terminó el desmadre; primero se prohibió que la bulliciosa e impía turba se acercara al centro de la villa y que perturbara con sus soeces bufonadas el interior de los templos; más tarde llegaría la prohibición absoluta y su sustitución por la piadosa procesión y bendición de los animales, "las vueltas de san Antón", que se celebra, cada vez menos, como un fantasma de lo que fue, en la calle de Hortaleza y sus alrededores, junto a los arrumbados muros del colegio y de la iglesia de los escolapios, otro espectro semicalcinado y pendiente de recalificación para uso especulativo.

Pese a la desamortización y clericalización del festejo, los madrileños siguieron fieles a la tradición, hasta el punto de que el mismo Répide cuenta que los eternos rivales, majos de Maravillas y chisperos de Lavapiés, en cuya frontera se celebraba el evento, firmaban una tregua para unirse a la fiesta sin exagerar el tumulto, invitando también a sus enemigos los "manolos" de Lavapiés. En estos tiempos tan propicios a la recuperación de señas de identidad, romerías tradicionales y demás zarandajas, tal vez no estaría de más recuperar el sentido de aquella fiesta insumisa y reponerla en el calendario para sembrar algún aliciente en la espinosa cuesta de enero, como punto de partida de unos carnavales anticipados.

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Pero me temo que la iniciativa de ceder su bastón de mando por un día a un garrido ejemplar de la raza porcina no debe ser muy del agrado de nuestro piadoso alcalde, que se expondría a que nadie se diera cuenta de la sustitución porque todo siguiera funcionando igual. Sin embargo, estoy seguro de que entre los porqueros, raza veraz desde los tiempos de Agamenón, abundan excelentes candidatos a suplirle en sus funciones edilicias, construyendo, por ejemplo, higiénicas cochiqueras para las insaciables bestias de cuatro ruedas y poniendo algo más de orden en el tráfico de la piara automovilística.

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