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No somos nada

LUIS MANUEL RUIZ

Mi primera historia de hoy es un cuento chino que le leí a José María Valverde: el del buen campesino feo que para seducir a la muchacha más hermosa del pueblo se coloca una máscara de la que no se podrá desprender en lo sucesivo, hasta la hora de morir; en su lecho de agonía, pide que le retiren el pedazo de cuero de la cara y, prodigio, resulta que el rostro ha terminado por volverse indistinto del simulacro que lo ocultó. La moraleja del cuento es que basta con la tenacidad para conseguir el propósito que perseguimos, pero también que la imitación marchita la espontaneidad hasta el punto de suplantarla: el actor no es capaz de distinguir entre los gestos propios y los que pertenecen a ese rebaño de personajes a los que dio cuerpo. La mistificación y el falseamiento alteran nuestra personalidad hasta borrarla debajo de su avalancha de signos.

¿Por qué cuento esto? Porque el carácter andaluz siempre me ha intrigado, sobre todo cuando se lo compulsa con los de otras regiones españolas y foráneas. Su apabullante extroversión, su estrépito, su desmedida confianza en sí mismo conmueven profundamente al visitante y siembran semillas de duda en el autóctono: ¿es real o sólo reclamo turístico? La pasada semana supe en el suplemento Raíces de la obra de Juan López-Herrera, cuya novela La Cream Coneshion parece bucear en lo más inveterados vicios de la idiosincrasia de esta tierra. Dice López-Herrera desde la lúcida distancia de un empleo en Suráfrica (es diplomático) que los sevillanos estamos encantados de habernos conocido, que una especie de superstición compartida nos hace amar nuestra cultura, o lo que hemos identificado con ella, con un exclusivismo que resulta a la vez vistoso y suicida. Muchas veces me he preguntado si el nacionalismo andaluz tiene objeto, para concluir que difícilmente, si por nacionalismo entendemos lo mismo que en Cataluña o Galicia; también me he preguntado por los argumentos y razones de quienes aventuran una respuesta positiva a esta incógnita: a mí me parece que el flamenco, el arabismo, el salero, el seseo y la gracia son más la máscara del pobre chino feo que el rostro auténtico que figura debajo. Me parece que a fuerza de empacharnos de semanas santas, romerías, ferias y bailes hemos acabado por tener una visión de nosotros mismos que roza la caricatura, y que agradecen masivamente las agencias de viajes.

Un pueblo como el andaluz, compuesto de estratos, hormigonera donde se han mezclado razas y nacionalidades de todas clases, no puede ahora acorazarse en un estereotipo y reducirse a remedar el patrón que para él diseñaron años de franquismo y sainete. Los andaluces somos siempre postizos: puntos de cruce entre tradiciones que nos hace asequible cualquier producto, cualquier posibilidad, cualquier futuro. Me lastima comprobar el énfasis que ponen las autoridades y ciertos medios públicos como la televisión autonómica en delimitar nuestras presuntas diferencias, en construirnos una imagen a base de remover cadáveres que huelen demasiado mal. No somos nada, y por eso lo somos todo: el Proteo homérico, el maniquí virtual del que habló Pico della Mirándola, que puede ser a la vez un ángel y un renacuajo. Porque basta con definirse para agotarse en los nombres.

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