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Datos JOAQUÍN VIDAL

Alguien se ha empeñado en que soy sordo. De un tiempo a esta parte, cada quince días aparece en el buzón de mi casa publicidad para sordos. La primera vez fue poco después de cerrarse el anterior censo. Había en el buzón un sobre dirigido a mi nombre, y dentro, un tríptico cuya portada decía: "¡Se acabó la sordera!". Desde entonces no paran de llegarme trípticos, folletos, cartas con propuestas para que compre audífonos y otros instrumentos más o menos sofisticados para solucionar mi sordera.

Muchas cábalas he hecho acerca del motivo de que me crean sordo; por cierto, sin fundamento alguno, pues oigo mejor que si tuviese torrija en lugar de oreja. Y sólo lo encuentro en las circunstancias que rodearon a mi entrega de los impresos correspondientes a aquel censo.

Los trajo una señorita a mi domicilio y cuando volvió a recogerlos le dije que lo sentía, pero que aún no los había podido leer. Volvió otra vez, con el mismo resultado, y anotó algo en un cuaderno. Yo creo que escribió: "Este tío debe de estar sordo". A la tercera, ya se llevó los impresos debidamente cumplimentados, nos dimos mutuamente las gracias y no hubo más.

No hubo más aparentemente. Porque la anotación surtiría sus efectos: alguien tendría acceso a mis datos, consideró cierta mi sordera e informó al comercio del ramo. Todo es mera suposición, desde luego, si bien, dados los precedentes, no creo que sea descabellado mi razonamiento.

Desde el censo aquel me abruman continuas sugerencias publicitarias, aparte de la que está empeñada en mi sordera. Aunque no son únicas. Lo más sorprendente es que vienen con nombre y apellidos, aluden a mis gustos y aficiones, incluso a mis supuestas aspiraciones financieras y necesidades crediticias.

Acaso será debido a la popularidad (llegué a pensar, ya que una vez salí en televisión). Mas la insistencia de una sociedad que me ofrecía un seguro sanitario hizo que decidiera escribirle para preguntar quién le había facilitado mis datos. Respondió lisa y llanamente, revelándome el nombre de cierto organismo de la Administración. Conservo la carta, que quizá un día enmarque como homenaje a la sinceridad mercantil. Puede que hasta me afilie a esa aseguradora ejemplar.

Cuanto queda dicho -y otros casos que podría relatar- pudo ser causa de escándalo desde el pasado censo, infracciones o quizá delitos contra el derecho a la intimidad. Sin embargo, la Ley Orgánica de Protección de Datos que entró en vigor el pasado viernes nos deja a los ciudadanos un tanto desasistidos, huérfanos del derecho a la intimidad y al pataleo. La ley autoriza el uso de los datos del censo electoral, y a las aseguradoras, mantener ficheros comunes que crucen los datos personales de sus asegurados.

Cuidado con los datos del censo: personas que viven juntas y no tienen por qué dar cuenta a nadie; su edad, estudios y profesión entrarán en bases de datos, los filtrarán procesos informáticos y saldrán configurados unos perfiles susceptibles de ser utilizados a su conveniencia por quienes los manejen, se ignora con qué fin.

Cuidado también con el cruce de datos de las aseguradoras, que sobre disponer de una información confidencial, amplísima y muy sensible pueden perjudicar la privacidad y la seguridad de su clientela.

Argumenta la Unión Española de Entidades Aseguradoras y Reaseguradoras que el intercambio de datos facilita conocer la naturaleza y el riesgo del posible seguro. Ahora bien, a los asegurados les asiste el mismo derecho a saber qué riesgos corren al asegurarse; si la aseguradora es de las que ponen toda clase de trabas para pagar las indemnizaciones; si tiene participación o intereses en otros ramos relacionados con el seguro (pónganse automóviles, talleres, construcción, medicina y tantos como hay); quiénes componen su consejo de administración y cuáles son sus actividades.

Si las aseguradoras reivindican el derecho a conocer al usuario y prevenir sus posibles abusos y engaños, los usuarios también reivindicamos el derecho a conocer a las aseguradoras y prevenir sus posibles artimañas.

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